Tribuna

Víctor J. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

El más grande artista español vivo: J. T.

Es así José Tomás paladín de una comprensión del arte como honesta consagración corporal y ética a la verdad y su belleza

El más grande artista español vivo: J. T. El más grande artista español vivo: J. T.

El más grande artista español vivo: J. T. / rosell

El que se arrima es el toro

José Tomás

HAY un aire crepuscular en la tauromaquia. En una tarde de toros se percibe la fragilidad de un mundo antiguo, la tenacidad que es propia de toda resistencia ritual y romántica. El "esto se acabará" convive así, íntimamente, con esa otra conmoción propia del visionario taurino, la que accidentalmente dice "esto es eterno". Una tarde de toros, es cierto, resulta un acontecimiento cada vez más desencajado del uso social, de la moralidad vigente, pero cierto es también que esa falta de acoplamiento a la cultura secular de los espectáculos es hoy, a su vez, el valor esencial de la tauromaquia como una suerte de patrón oro de la verdad en la esfera artística. Allí donde se desdibuja la noción del arte y del artista, en su sentido trascendental, la corrida de toros custodia la naturaleza primaria del juego, del símbolo y de la fiesta; el equilibrio entre el oficio y la inspiración, la tradición del saber y la noción sacramental, sacrificada y subversiva de lo bello. El hermetismo formal, la educadora inmoralidad de la tauromaquia, aleja a ésta del arte comprometido, es decir, de esa conformidad claudicante y a la postre siempre conservadora, del artista que se dice al servicio de la causa, de la degeneración propagandista, en suma. Es el discurso de la tauromaquia un discurso cerrado, sólo pertenece al arte, y es por eso por lo que siempre hay algo patético en el torero que iza su montera con soflama ideológica y algo de vil profanación en la facción política que usura el rito en beneficio propio.

En esa hermética de lo puramente artístico, en la clausura de su obra, lleva instalado veinticinco tercos años José Tomás, que es un torero esclarecido, pero que es, sobre todo, el gran enigma vivo del arte español. La conmoción, la revelación de Tomás en el toreo, aquel golpe de geometría y silencio que empezó hace un cuarto de siglo, trascendió hace tiempo la esfera propia de la tauromaquia y es ya acontecimiento. En una profética huida de la perrería narcisista y cosmética de la novedad digital, Tomás optó pronto por la barba de Nazarín ruso, como sabedor de que en la verdad agraria del arte hay una verdad cosmopolita, de que sólo en esa encerrona cabal, puede el artista burlar del todo el ogro filantrópico de la tribu, la tiranía postrera del algoritmo, el salivajo adulador del público y el ojo del censor. Predica Tomás, mucho antes de pisar cualquier albero y en los estrictos márgenes del silencio, un código artístico primario y subversivo: no explicarse, no exclamar, no retorcerse, no mentir, saber irse, saber perder, saber volver, saber no estar, ofrecer preguntas y no respuestas, aprender la diferencia capital entre anunciarse y aparecerse. Su figura artística, nietzscheana irredenta, no transmite nunca la felicidad del triunfo, la untosa ebriedad del premio, sino la dicha serena de quien halla y asume su deber consigo mismo y frente a la propia vida. Es así José Tomás paladín de una comprensión del arte como honesta consagración corporal y ética a la verdad y su belleza. Solo en las angosturas de un arte estrictamente canonizado, en las cerradas formas de la tauromaquia, y bajo la presencia innegociable de la parca, podría darse un artista como Tomás, quien sublima su tradición, pisando siempre el fuego, haciendo de lo imposible obligación cotidiana. Pero es en ese atavismo de su ser torero, a través del arte ancestral de lidiar reses bravas, como Tomás hoy trasciende el mundo del toro y su propio significado en la Fiesta, para afirmarse como genio perturbador del mundo del arte. Cualquier relato artístico de España en estos cinco lustros sería apócrifo sin atender a aquel diestro de Galapagar que no tenía otra publicidad que la de trastornar el orden y el concierto a través de la emoción estética.

Es el toreo un arte que siendo es ido. Cuando aquel otro artista perturbador estiraba la cabeza a un palomo de barro, ahí nos dejaba el palomo para los restos. Hay, sin embargo, en la obra del torero una tiranía de la fugacidad que es también tiránica melancólica en quien lo ve. Rige un temblor en una tarde de toros que no admite reproducción técnica sino nostalgia de aquello que soñamos desesperadamente sólido y perdurable. Y nos preguntamos siempre, ante la ya ajada foto del maestro, en aquella tarde adolescente que a todos nos cambió, si volveremos a estar ante el artista en alegre paseíllo. Sin embargo, es en ese trance de incertidumbre cuando uno entiende la enigmática compañía del héroe poético, su naturaleza viva, y que no era él quien transformaba la obra, sino su obra la que a él le ungía como presencia épica, arrimo leal de nuestra humilde aventura.

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