Tribuna

ÓSCAR EIMIL

Jurista y escritor

La investidura tenía un precio

El jueves 6 de junio de 1935 no fue un día corriente en Madrid. Esa mañana, don Fernando Gasset Lacasaña, presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales de la República, leía en la sede de la institución la sentencia que, por 10 votos a favor y 8 en contra, condenaba a Luis Companys, ex presidente de la Generalidad, a 30 años de reclusión por el delito de rebelión que había cometido el día 6 de octubre del año anterior, cuando declaró, desde el balcón del Palacio de San Jaime, en Barcelona, el Estado Catalán.

A los pocos días, el reo fue conducido para cumplir condena al penal de El Puerto de Santa María, donde permanecería recluido sólo unos meses, hasta el inicio de 1936.

Fue entonces, tras la disolución de las Cortes, cuando se convocaron elecciones generales para el día 16 de febrero -fecha fatídica en la Historia de España-, con el resultado de un Gobierno del Frente Popular presidido por Manuel Azaña, que tomó posesión de su cargo tres días después. A poco de hacerlo, el 21 de febrero, la Diputación Permanente del Congreso convalidaba un Decreto-Ley por el que la izquierda amnistiaba a todos los implicados en aquellos acontecimientos y ordenaba su inmediata puesta en libertad.

El resto de la historia es bien conocida, y terminó, luctuosamente, con Companys, como con otros miles de personas en ambos bandos, ante una pelotón de fusilamiento. Esta vez, en Montjuic, el 15 de octubre de 1940, una año y medio después del final de la Guerra Civil.

Hoy, como entonces, el futuro de los líderes independentistas catalanes y el de sus aspiraciones políticas, que se concretan, esencialmente, en la destrucción de España -porque eso significa la secesión de Cataluña-, no depende, como pudiera parecer, en principio, de los tribunales de justicia, sino de lo que decidamos nosotros, los electores, el próximo día 28.

A nadie debe caberle, en este sentido, ninguna duda de lo que ocurrirá con nuestro país si, como dicen las encuestas, el acceso de Sánchez al poder depende de los votos de los dos partidos que han dado soporte y aliento al golpe que sufrimos durante el último trimestre del 2017. Y a nadie debe caberle ninguna duda, porque todos hemos visto lo que sucedió en la pasada legislatura.

Es cierto que Sánchez rechazó, al final, tras realizar muchas cesiones a favor de sus socios de moción de censura, el referéndum que reclamaban los golpistas para apoyar la Ley de Presupuestos. Pero también lo es que una cosa son los Presupuestos y otra bien distinta la investidura, y que el gran obstáculo con el que chocaba el presidente para acceder a las exigencias de los golpistas ha desaparecido, al desaparecer de las listas socialistas al Congreso todas las personas que, como Antonio Pradas o Soraya Rodríguez, constituían un baluarte en defensa de la unidad de España.

A partir de ahora, todo será más fácil para Sánchez, que tendrá, además, la legitimidad de una victoria electoral que interpretará como un plácet de la ciudadanía para resolver el problema catalán de la manera que a él realmente le gusta, esto es: Cataluña es una nación, los golpistas no lo son, y -como anticipa Iceta, con la voz de su amo- existe un derecho a la autodeterminación.

Por ello, cuando cada uno se disponga a introducir en la urna su papeleta el próximo día 28, debería ser muy consciente, en este sentido, sea de izquierdas o de derechas, de lo que realmente vota, y de si está de acuerdo o no en que su apoyo sirva, en conciencia, para avalar esa tenebrosa hoja de ruta.

Yo, como muchos, tengo para mí, si las matemáticas cuadran, que Sánchez pagará por la investidura el precio del indulto de los golpistas; que, por eso, veremos muy pronto a Junqueras como presidente de la Generalidad; que, de una manera o de otra, habrá un referéndum de autodeterminación, y que este desembocará, indefectiblemente, en la secesión de Cataluña.

Por eso, toca reflexionar mucho ahora, antes de votar, sobre lo que arriesgamos si Sánchez paga ese precio.

Desde un punto de vista económico, se trataría de algo muy progresista: que los más ricos -ellos- abandonen el barco para dejar tirados a los más pobres -nosotros-, con el agravante de que su riqueza, en gran parte, ha sido construida con el sudor y la sangre de generaciones de españoles.

Desde un punto de vista político, la cosa pintaría peor todavía: a casi nadie, en su fuero interno, se le escapa que el éxito final de la secesión significaría, con una alta probabilidad, un nuevo enfrentamiento entre españoles, porque la destrucción de nuestro país despertaría a esa fiera corrupia que, desde tiempos inmemoriales, llevamos dentro: esos odios atávicos que se ponen lamentablemente de manifiesto estos días con el ascenso de una formación política basada en el aprovechamiento espurio de esos sentimientos.

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