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Tribuna

José antonio gonzález alcantud

Catedrático de Antropología de la Universidad de Granada

El largo aliento saudí

El largo aliento saudí El largo aliento saudí

El largo aliento saudí / rosell

En la película Lawrence de Arabia, de David Lean, filme que fue rodado en buena parte en Andalucía -el casino de El Cairo es la Capitanía General de Sevilla, y la toma de Aqaba es una playa de Cabo de Gata- hay dos escenas que me fascinan por su exactitud etnográfica. La primera, cuando un miembro de una tribu árabe mata a otro por el simple hecho de haber bebido agua de un pozo del desierto propiedad de su linaje. La segunda, cuando una vez conquistada Damasco a los otomanos, el consejo árabe en pleno caos es incapaz de llegar a acuerdos porque siempre prevalece el egoísmo tribal. Fue un presbítero anglicano, Robertson Smith, el primero en estudiar este singular sistema tribal, a principios del siglo XX, y fue asimismo un inglés, el coronel Lawrence, quien consiguió sobreponiéndolos al tribalismo guiarlos a la emancipación frente a los turcos.

Hichem Daijt, uno de los mejores intelectuales que dio Túnez, decía que el Islam del desierto había surgido sobre la base de una hecatombe que, dada su violencia desconocida hasta entonces en Arabia, dejó paralizadas, presas de un gran temor, a las tribus, facilitando el rápido avance del islamismo. El gran poeta sirio Adonis ha tensionado el argumento sosteniendo que la violencia abrahámica está en la base de ese Islam, que no ha abolido el sacrificio ni lo ha reducido a metáfora. La letra y la tradición serían de esta forma interpretadas literalmente. Para compensar ese rigorismo, los místicos -Ibn Arabí la cabeza- han hecho interpretaciones muy libérrimas. Rumí, en Turquía, y Hafiz, en Persia, escaparían, por ejemplo, de la tiranía de la letra, desafiando con su copa de vino místico la tradición.

Con estos mimbres de fondo, en plena época del diálogo de civilizaciones, tuve la oportunidad de organizar en España un coloquio auspiciado por Arabia Saudí, entonces socio de aquel equívoco proyecto. A la hora de una cena con uno de esos príncipes de fantasía, que había arribado en jet privado, las esposas de los anfitriones españoles amagaron con irse a otra mesa más discreta, sabedoras de las costumbres saudíes. Me opuse, y, una vez que logré que permaneciesen en la mesa, redondeé la insolencia pidiendo vino. Doble afrenta, la que ocasionó esta pequeña heroicidad, que no me causó ningún estrago ulterior. Al contrario: acto seguido fui invitado a viajar a Arabia, y si no lo hice, entre otras razones, es porque a la comitiva de magníficos profesionales que reuní había sido clasificada en sujetos de primera y de segunda. Mi innato igualitarismo, propio de un europeo, se revolvía contra aquella jerarquización ofensiva. Nunca hice ese viaje.

Bahréin es un pequeñísimo país, una islita dedicada en el pasado a la pesca de perlas, que ahora rivaliza con los emiratos cercanos por el control del golfo pérsico-arábigo. A ella acuden los saudíes, y sus aliados, los fines de semana. Se les ve ociosos y elegantes, portando sobre el inmaculado blanco de sus hábitos, gemelos, relojes de pulsera y plumas de oro refulgente. Les siguen sus mujeres ocultas bajo el negro de rigor. Asistí en el pequeño reino a una reunión sobre la imagen del otro, organizada por intelectuales tunecinos, donde los ponentes eran de cualquier país musulmán menos saudíes. Evidentemente sólo les interesan a estos las subastas de arte por lo que significan de ostentación. El último disparate de su dispendio ha sido el museo del Louvre de Abu Dhabi. No editan ni un solo libro, sólo versiones del Corán, haciendo buena la frase atribuida a Solimán el Magnífico cuando ordenó quemar la biblioteca de Alejandría: "Si están favor del Corán sobran, y si están en contra también". Cuando el antropólogo marroquí Abdallah Hammoudi publicó su libro Une saison à la Meque yo le auguré la peor de las fatwas, ya que narraba que habiendo preguntado en la Meca inocentemente dónde estaba la "ciudad antigua" lo enviaron a una villa miseria detrás de una moderna autovía. Desconcertado, como buen marroquí habituado a los placeres citadinos, pronunció la palabra "medina", y sus interlocutores saudíes lo miraron con extrañeza. Les interesan sólo las ciudades que han creado en mitad del desierto, donde el visitante cae preso de una alucinación futurista.

Y así llegamos hasta el tema que nos preocupa: Khashoggi. La noticia del descuartizamiento con regodeo del periodista disidente en una legación diplomática saudí ha dejado noqueada a la comunidad internacional, pero ha tenido la enorme ventaja de mostrar las maneras bárbaras de los señores del desierto que desde hace mucho tiempo, demasiado, anda alentando la violencia mundial.

La pregunta es por qué el Gobierno del "no es no" ha dado esta vez un sí vergonzante de calculadas ambigüedades. Si yo, humilde profesor, no guardé el protocolo en una reunión de saudíes en mi propio país sin mayores consecuencias, por qué un gobierno democrático se atemoriza frente a la fanática secta wahabita, y no hace valer su único activo: los derechos humanos. Aunque estuviésemos en la mayor de las pobrezas y no nos quedase nada más que ese capital, sería el más grande, y de él podríamos jactarnos con justicia.

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