Tribuna

Emilio guichot

Catedrático de Derecho Administrativo

La libertad de expresión y sus enemigos

La libertad de expresión y sus enemigos La libertad de expresión y sus enemigos

La libertad de expresión y sus enemigos / rosell

Cuesta definirnos sin pudor intelectual como una democracia deliberativa. Nada se analiza sin apriorismos y buscando el acercamiento. Más bien, una democracia de partidos. Pero desde el inicio de la crisis económica e institucional evolucionamos además hacia una democracia amordazada, en que se intenta impedir que el otro, considerado el enemigo, pueda siquiera desplegar sus argumentos.

Los medios son diversos. Unos, burdos, como el acoso e insulto en las redes, en las calles o frente a los domicilios. Recordarán a alumnos capitaneados por Iglesias en el boicot a una conferencia de Díez en la Universidad Complutense en 2010, o a miembros de plataformas antidesahucios concentrados en el domicilio de Sáenz de Santamaría en 2013 (recibiendo jarabe democrático, en la lectura del Iglesias joven). Eso sí, el viento puede cambiar de dirección y el Iglesias maduro sufrió un boicot a la presentación de un libro en Barcelona o la convocatoria de concentraciones ante su chalet de Galapagar en 2018; sus quejas cuando le tocó a él llevaron a Sáenz de Santamaría a preguntarse "si nuestros hijos y madres son de peor condición". El reciente período electoral ha batido todos los registros y, me temo, ha naturalizado estas prácticas: insultos y hostigamiento físico a Villacís en la Pradera de San Isidro, a Álvarez de Toledo en la Universidad Autónoma de Barcelona o a asistentes a mítines de Vox en Barcelona o Murcia; vertido de desinfectante o de estiércol en las plazas donde dan sus mítines el PP o Ciudadanos en Navarra o Cataluña; pintadas y destrozos en sedes de partidos o en los negocios de familiares de políticos; boicot a actos de Societat Civil Catalana y concentración con insultos ante su sede por la autodenominada plataforma antifascista. Otros medios son más intelectuales, como la negación de la legitimidad del discurso ajeno y/o su manipulación para "radicalizarlo". Así, Álvarez de Toledo, aduciendo en un debate político que las relaciones sexuales no se desarrollan en un consentimiento expreso en cada paso y tachada de legitimar la violación, o Fran Rivera, alertando de que compartir vídeos sexuales comporta el riesgo de difusión no deseada (como repite de forma machacona la propia Policía Nacional), tachado de culpabilizar a las mujeres. En muchos casos, el argumentario se reduce a una palabra, "fascista", lo que me trae a la mente la frase de Bernard Shaw, cuando recibió una carta también con una única palabra, "imbécil": "A lo largo de mi vida he recibido varias cartas sin firma, pero es la primera vez que recibo una firma sin carta". Pues como dijo Fallaci, "hay dos tipos de fascistas: los fascistas y los antifascistas".

Estos mecanismos van unidos a otros que entroncan con lo políticamente correcto y las técnicas a su servicio. En unos casos intimida el Estado y su poder represivo. Véase en qué se está convirtiendo el "delito de odio", esgrimido por ejemplo frente a Hazte Oír por los lemas de sus autobuses. Claro, que de nuevo los vientos pueden tornar y recientemente la Fiscalía General del Estado ha señalado que "una agresión a una persona de ideología nazi, o la incitación al odio hacia tal colectivo, puede ser incluida en este tipo de delitos". Conviene plantearse al respecto, por cierto, si otras técnicas penales (la figura de la inducción al delito, los delitos -cuestionables - de injurias y calumnias) no bastan. Otra forma de mordaza son las sanciones administrativas por opiniones que no coincidan con la oficial elevada a ley. Se crea así un "derecho sancionador del enemigo". En otros casos, se dinamita la presunción de inocencia y se presiona a la justicia para admitir solo un posible relato y una posible decisión. Véase la condena política y social previa en el caso de la Manada cuando el sumario era aún secreto y la propia reacción política y de colectivos a una sentencia condenatoria de decenas de páginas sin haberla leído, incluyendo las manifestaciones del ministro de Justicia de entonces negando la aptitud profesional y mental del juez que firmó un voto discrepante (calificadas de "temeridad" y "escandalosas" por las cuatro asociaciones de jueces y las tres de fiscales, que pidieron su dimisión). O las adhesiones incondicionales de políticos y colectivos en un caso tan vidrioso como el de Juana Rivas. El círculo se cierra cuando se excluyen sin más del debate público temas o datos, si se oponen a lo políticamente correcto o por el hecho de que los suscite o aporte "el enemigo". Piénsese en la solicitud de información sobre la cualificación y colegiación de los trabajadores en unidades de género en la Junta de Andalucía, las groseras tergiversaciones habidas (incluido en uno de los debates electorales televisados), y la información finalmente obtenida: más de la mitad no estaban colegiados, como denunciaban los Colegios oficiales de psicólogos, en detrimento de la garantía de la profesionalidad deseable por todos.

En fin, seamos clásicos y aburridos: el debate público se debería construir con información veraz y opiniones libres y plurales; con honestidad, en suma. No es un principio de izquierdas ni de derechas, sino una receta tan vieja como la democracia.

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