Tribuna

Javier González-Cotta

Editor de 'Revista Mercurio'

La matraca navideña de los paganos

No hace falta que los no cristianos nos repitan como pesadísimos papagayos que el cristianismo hizo uso de las antiguas fiestas de la paganía para celebrar la Navidad

La matraca navideña de los paganos La matraca navideña de los paganos

La matraca navideña de los paganos / rosell

En la plaza a la que da mi balcón, bajo la lluvia antigua del pasado día de Navidad, el árbol de lucecitas con forma de capirote que colocaron días atrás permaneció todo triste y apagado, más aún al llegar la noche temprana. La supuesta estrella de Belén que tiene en lo alto carecía de todo significado cálido o entrañable. Allí puesto, en mitad de la plaza, el árbol no parecía ser otra cosa que un cono aparatoso y absurdo, aunque suscitaba nostalgia verlo mojarse todo el tiempo, de la tarde a la noche, cuando casi nadie transitaba por la calle.

No es que este árbol de Navidad resulte gran cosa, ni siquiera cuando está iluminado, aunque a la gente le gusta pararse para hacerse selfies junto al reclamo de las lucecitas. Desde hace unos años unos operarios lo colocan en la plaza, junto a los contenedores de la basura. El lugar escogido para su emplazamiento da que pensar: el sentido cristiano de la Navidad es tal vez lo que ha ido a parar a la basura.

En estos días uno anda como más meditabundo. Ante el gran acontecimiento del portal de Belén todo corazón contemplativo se halla amorosamente encendido, sobre todo cuando el silencio profundo lo permite. Tal vez no haga falta ninguna otra luminaria ajena o extraña a la del corazón iluminado, ni siquiera la del citado árbol de la plaza, con su aparente estrella de Belén de Judea. No obstante, el que no se haya encendido justo el día de Navidad, nos hace pensar que no hay paradoja navideña, ni siquiera pueril o menor, que no invite a un pequeño sorbo de sabiduría contradictoria. Decía Chesterton que la gran paradoja de la Navidad era que el nacimiento de un Niño sin hogar se celebrara precisamente en cada hogar de medio mundo.

En estos días oímos la queja de muchos cristianos porque la Navidad ha perdido su sentido originario, el que remite a que el hijo de Dios, envuelto en refajos sobre un pesebre, ha nacido para gozo de los hombres de la Tierra, tal y como lo anunciara a unos sencillos pastores una energía celeste en forma de ángel.

Quizá no les falta razón a quienes dicen que Europa ha puesto en almoneda su identidad cultural, cuyo origen, junto a Grecia y Roma, halla su centro en el milagro dorado del pesebre, pero también, como sublime paradoja, en la humildad de unos analfabetos judíos con olor a ganado, que se postraron de hinojos ante el recién nacido que anunciara la profecía de Miqueas (los tres sabios de Oriente vendrán también a adorar a la criatura que al fin lo explicaba todo sin necesidad de comprender nada).

No nos importa que algunos estudiosos de la vida de Cristo, creyentes y no creyentes, nos digan que es probable que Jesús no hubiese nacido en Belén de Judea, sino en algún lugar indeterminado de Galilea. Y tampoco nos causó desazón saber que Benedicto XVI, en los amenes de su papado, nos dijera que tal vez la mula y el buey pudieron no existir. El calor de su aliento animal pudo ser un añadido literario de los evangelios apócrifos. Nada de esto nos importa. Volviendo a Chesterton, la Natividad es todo menos una abstracción huidiza y persuasiva del imaginario. Lo que la hace popular, con o sin mula y buey, es el relato literal que ofrece: el de una sola madre con su hijo.

Tampoco hace falta que los no cristianos nos repitan como pesadísimos papagayos que el cristianismo hizo uso de las antiguas fiestas de la paganía para celebrar la Navidad (Saturnales romanas, Apolo y el Sol Invictus, las fiestas de Yule de los pueblos nórdicos). Ya lo sabemos y nos sobra la tediosa matraca de estos papagayos correctores (el aura luminiscente que rodea al Niño Jesús procede del culto pagano que Aureliano estableció en honor al Sol Invictus, vencedor de la oscuridad).

Nosotros preferimos sonreír ante las ya tradicionales sandeces que el paganismo de chichinabo de hoy nos regala en estas fechas, como resta de cualquier religiosidad. Hay muchas, pero una de nuestras favoritas es la cabalgata de las Republicanas Magas de Valencia, la cual celebra el solsticio de invierno y evoca la cabalgata laicista y antirreligiosa que en 1937 impulsara, en plena Guerra Civil, el gobierno de Largo Caballero. Las Magas de Enero de ahora responden a los nombres de Fraternidad, Igualdad y Fraternidad-Sororidad, lo que debería sonrojar a todo republicano de bien (incluidos muchos cristianos creyentes).

Ya puestos se podría sugerir, en recuerdo precisamente de la Revolución Francesa, que las Tres Magas fueran guillotinadas, simbólicamente claro está, como culmen de la gran parada pagana de Valencia y para disfrute del muy laico público congregado. Es solo una idea sin maldad.

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