Tribuna

manuel bustos rodríguez

Catedrática de Historia Moderna de la UCA

¿Una nación fallida?

¿Una nación fallida? ¿Una nación fallida?

¿Una nación fallida? / rosell

Hace unos años, en este mismo diario, recordaba un texto de geopolítica, publicado por una universidad inglesa de prestigio, donde entre las naciones fallidas del mundo incluía la nuestra, por el grave problema de los nacionalismos que la socavan y amenazan con romperla. Transcurrido el tiempo esta atrevida consideración no hace desgraciadamente sino confirmarse. La vieja nación española está en riesgo.

Con frecuencia seguimos los informativos, tertulias y artículos periodísticos sobre el tema, y nos sorprende su poderoso irrealismo, que trato de explicar por ese temor natural a irritar más a la fiera. Como si el no hacerlo fuese una salvaguarda frente al deterioro progresivo de la situación y sus acuciantes peligros; o se procurara tapar intereses distintos al general. Después de numerosas tropelías, los ministros del nuevo Gobierno catalán han jurado su cargo sin la presencia de la Constitución, la misma que, precisamente, da legitimidad a su nombramiento. Y esto no es sino un hito más de toda una serie continuada de ellos apuntando en la misma dirección. Mientras, los comentaristas siguen confiando para este grave asunto, más por voluntarismo que por sentido de la realidad, en los cauces establecidos por la Carta Magna o en la fuerza del poder judicial, como si, en este tema, las reglas de la democracia funcionaran normalmente y fuesen respetadas. Es como decir que las ovejas no tienen riesgo de ser devoradas por el lobo acechante, pues tendrá previamente que pedir permiso al pastor para hacerlo.

Entiendo que la prudencia es un valor necesario de la convivencia, todavía más entre los hombres públicos; pero cuando la enfermedad avanza sin ceder, puede convertirse en una peligrosa irresponsabilidad no valorarla en toda su crudeza para evitar que siga progresando. Algo de esto ha sucedido con el recientemente descabalgado PP. A estas alturas, pensar que con concesiones y mucho diálogo puede frenarse el independentismo, no deja de ser producto de un buenismo ciego o de una intencionalidad expresamente buscada, que desea quitarse tan grave problema de encima, otorgando al enemigo, si se puede a plazos, lo que desea. Es una especie de capitulación de las responsabilidades que conlleva el deber de gobierno, cuando lo sabemos difícil, cercano a la incomprensión y de múltiples riesgos. Mas pruébese a dejar las cosas pudrirse y se verá cómo mengua el número de soluciones posibles y los efectos resultan aún más perniciosos. El problema es que se requieren liderazgos y fortalezas de los que estamos ayunos ahora en nuestro país.

Tenemos la desgracia de no poseer apenas partidos con verdadero sentido nacional y/o la fuerza necesaria para defenderlo. Nuestra izquierda en general, como ya se puso de manifiesto durante la II República y ahora vuelve a hacerlo, juega a dos bandas. O, sencillamente, contemporiza con quienes tienen como objetivo romper la patria común. A estas alturas, las fórmulas federalistas que propone no dejan de ser un sueño.

En cuanto a nuestro derecha, si es que lo fue alguna vez, es una derecha acomplejada, que no para de ceder terreno a sus contradictores. De quienes han prometido o jurado defender la Constitución y la patria, tampoco cabe esperar mucho, a la vista de los escasos gestos evidentes ante el golpe pautado que estamos viviendo. Por su parte, el pueblo, sin guías fiables y en solitario, hace, a su manera, lo que puede. Y sigue siendo poco, aunque sea la única señal que brilla en el oscuro horizonte. De la Unión Europea, mejor no hablar. Convaleciente todavía como está de los recientes sustos, no se halla en condiciones de hacer muchos esfuerzos. Si acaso, pedir que le eviten más líos de los que ya tiene encima, ignorando el alto precio a pagar por los nacionalismos, asunto donde se juega también su propio futuro.

Por cada paso que se da a favor de la integridad territorial, los enemigos de España dan varios, y conociendo la debilidad en que estamos, dan en acelerarlos, no sólo para llegar cuanto antes a su pretendida autodeterminación, sino con vistas a la ampliación de su territorio actual a costa de los limítrofes, o de imponerles su lengua, una de sus armas más eficaces. Véase si no lo que sucede en Cataluña, pero también en la Comunidad Valenciana, País Vasco, Navarra e, incluso, en Galicia, con gobiernos del PP o del PSOE indistintamente.

Que la situación se agrava, a ningún observador sincero ha de pasársele por alto. Que los independentistas están más fuertes que nunca parece obvio. Mientras ellos aumentan en número, se crecen y refuerzan sus posiciones, al otro lado no hay sino un elenco de partidos nacionales, divididos algunos en su interior, enemistados entre sí, o con propuestas de solución evasivas o manifiestamente utópicas. Pero justo ahora es cuando más necesario resulta invocar una estrategia operativa y de firmeza, la unidad ante el común enemigo sin veleidades, a sabiendas de que el tiempo se acaba y las consecuencias de la inacción serían mucho más desastrosas para el país. El ejemplo ex yugoslavo sigue aún en el horizonte.

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