Tribuna

Daniel guerra sesma

Profesor de Derecho Internacional Público

La república en suspensión

Otra vez ha vuelto a pasar. La historia nos enseña que cuando el catalanismo, de tradición pactista, se propone dar el salto hacia la ruptura, se frena en el último momento

La república en suspensión La república en suspensión

La república en suspensión / rosell

República en suspensión". Así definió la nueva situación jurídica de Cataluña el presidente de la Assemblea Nacional de Catalunya, Jordi Sànchez, en una entrevista televisiva. Es la definición propia de una jornada surrealista. En términos aristotélicos, vino a decir que ahora Cataluña es una Comunidad Autónoma en acto pero una República en potencia. El presidente de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, dijo que estaban en una "pre República".

Estas aseveraciones corresponden al desconcierto actual del independentismo. Mientras se pronunciaban, los diputados de la CUP amenazaban con abandonar el Parlament y dejar en minoría a Junts pel Sí, mientras que los seguidores agolpados frente a las pantallas gigantes y dispuestos a la insurrección, abandonaban en silencio el Arco de Triunfo.

Otra vez ha vuelto a pasar. La historia nos enseña que cuando el catalanismo, de tradición pactista, se propone dar el salto hacia la ruptura, se frena en el último momento. Le pasó a Macià, que proclamó el 14 de abril de 1931 la República Catalana y tres días después tuvo que aceptar la senda estatutaria ante la visita de tres ministros de la República. Le pasó a Companys, que proclamó el Estat Català el 6 de octubre de 1934 e, indeciso, se puso en manos de unos Dencàs y Badía que convirtieron esa jornada histórica en lo que Ucelay Da Cal denominó "ópera bufa". Le pasó a Artur Mas, que tras el referéndum del 9-N aflojó y en lugar de seguir la vía unilateral propuso unas elecciones fallidas en 2015. Y le ha pasado a Carles Puigdemont, que después de cinco años de tensiones con el Estado ha suspendido los efectos de una declaración de independencia que no ha sido proclamada en sede parlamentaria. Jordi Pujol, por el contrario, descartó cambiar el Estatut en sus veintitrés años de gobierno.

Es, como dijo Campalans, el sino del catalanismo: "Tan fuerte y tan débil a la vez". Es un movimiento político estructural y persistente, fuerte para condicionar la gobernación del Estado y defender la identidad, pero débil para la ruptura. Más plural que el nacionalismo vasco, en su heterogeneidad está también su fragilidad: a la hora de la verdad, las contradicciones internas lo limitan.

Tras cinco años en los que el separatismo rupturista sustituyó al nacionalismo pactista, construyendo socialmente las bases de la nueva República, y cuando nos veíamos abocado al enfrentamiento definitivo con el Estado, nos sorprendimos con una nueva floritura política: la suspensión de una declaración extraparlamentaria que no tiene efectos jurídicos y que depende, en consecuencia, de la ocupación efectiva del territorio. El inopinado gatillazo no invita a la mediación internacional, ni tampoco a la compasión del Gobierno. Sin embargo, sería deseable que éste no contribuyera a mantener la tensión más de lo necesario adoptando medidas excesivas. Sea como fuere, se abre un tiempo en el que la razón debe imponerse sobre la demagogia.

Han sido siete días de vértigo y muy cambiantes. De las cargas policiales del domingo día 1, a la renuncia táctica del lunes 10. En medio, avisos muy claros para el independentismo, en forma de portazos empresariales, apelaciones a la legalidad constitucional en el Parlamento Europeo, extendidas peticiones de diálogo, y una enorme movilización de la otra Cataluña, la siempre silenciosa pero que al final ha dicho basta.

Y, como motor de todo ello, el discurso del Rey. Criticado por abandonar su papel arbitral y no invitar al diálogo, Felipe VI interpretó que no estaba ante un simple conflicto de poderes sino ante una amenaza, interna, contra el Estado. La Constitución dice de él que es símbolo de su unidad y perviviencia, y que ha de guardar y hacer guardar la Constitución. Si admitimos la democracia militante frente a un ataque exterior, o frente a un golpe militar, ¿no la podemos considerar así ante una amenaza de secesión unilateral?

Los distintos actores políticos tienen ante sí la oportunidad de llegar a una entente dentro de la legalidad vigente, que se puede reformar. Difícil, pues lo que el nacionalismo catalán considera irrenunciable, España lo entiende como inaceptable: la singularidad nacional y fiscal, o el referéndum pactado. Sin embargo, en su mano está mantener una situación de tensión indefinida o tratar de encontrar una solución para todos combinando el derecho con la política. En su mano está, en una palabra, decidir si Ortega tenía razón o no.

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