Enfoque de Domingo. El mito del impuesto a la muerte

Los efectos de la magia simpática

Dinero llama a dinero. Nunca hubo mayor magia simpática. Si esto es verdad siempre, es certeza aplastante en el caso del patrimonio y las herencias. Quien más hereda es quien más tiene. Es lo que dice no sólo la lógica, sino el último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) al respecto: para la institución, el sistema de herencias es uno de los mayores factores de desigualdad y uno de los frenos más importantes a la movilidad social. El patrimonio familiar –sostiene el informe– es el principal factor a la hora de recibir una herencia importante, mucho más que los ingresos. "Cerca de una sexta parte de cada generación –dice el economista Thomas Piketty– goza de una herencia superior a lo que la mitad de la población gana con el trabajo de toda vida". Viva el emprendimiento, ¿eh? El impuesto de sucesiones y los gravámenes sobre patrimonio serían, pues, medidas más que necesarias para paliar un poco esa desigualdad rampante.

Hay quien, por supuesto, sostiene lo contrario: según la estadounidense Tax Foundation, allí donde el impuesto de sucesiones se ha eliminado, ha aumentado la inversión y la creación de empleo.

No deja de ser curioso que los países que presentan (a la alta, hablando de máximos) un impuesto de sucesiones más elevado sean Japón y Corea del Sur, dos territorios con vínculos fortísimos con aquellos aspectos relativos a la tradición y la familia. Japón está a la cabeza con una tasa máxima del 55%, seguido de Corea, con un 50%. Ojo al sistema japonés: el impuesto de sucesiones se calcula a través de la propiedad o bienes patrimoniales menos impuestos pasivos, desgravaciones y –qué bien pensado– gastos funerarios.

En el ámbito europeo, Francia y Reino Unido se encuentran a la cabeza con un 45% y un 40%, respectivamente –aunque en Inglaterra no hay gravamen si dejas el hogar familiar a familiares directos. Tampoco si legas y continúas viviendo allí durante al menos siete años–. Nuevamente, el máximo porcentaje por sucesiones en Grecia y los Países Bajos se sitúa en un 20%, y en Finlandia y Dinamarca en un 19 y un 15%. Del ámbito escandinavo, territorios de políticas de corte tradicionalmente progresista, hay dos países no gravan las herencias: Noruega y Suecia. Según recoge The World Wide Estate and Inheritance Guide (WEITG), de 2000 a 2015 un total de trece países ha eliminado el impuesto de sucesiones.

¿Qué heredamos, sobre todo? Pues, en España, en efecto, son casas (¿no es de una ironía maravillosa?). Curiosamente, la manía patria por vivir en fincas de propiedad ha ejercido de peso en la balanza a la hora de paliar la desigualdad: las últimas voluntades casi siempre incluyen un inmueble, aunque sea la casa del pueblo. Lo que la mayor parte de la gente hereda es el total o la parte de la casa familiar. Esto influye en que nuestro país se encuentre entre los primeros en cuanto a valor de herencias y donaciones. Ocurre que uno hereda, con un poco de mala suerte, para gastar el montante que se le entregue en mano en médicos: la edad más frecuente para recibir una herencia se sitúa entre los 55 y los 65 años. ¿Qué queda cuando nos vamos? Probablemente, aquello a lo que nosotros damos más valor, sea lo que menos valor tenga. Y todo lo que dejamos atrás, sin los ojos que le daban significado, se vuelve una masa polvorienta. Nuestra ropa, nuestros recuerdos, nuestras casas –sí, por eso lo primero que se hace es reformar la casa de los abuelos–. Todo parece lisiado, como la ropa que pasa del glamour de fin de año al campo de batalla de las rebajas.

Y hay quien recibe una herencia como una maldición o una tara genética. Quien se vea ahogado en trámites legales y burocráticos por culpa de una herencia, siempre puede consolarse con Dickens. Una de sus obras de refencia, Casa desolada, describe el neboloso limbo procesal que pueden implicar los litigios patrimoniales: se basa en un caso real, el de William Jennings, que comenzó en 1798 y aún coleaba a mediados del XIX. Charles Dickens conocía bien el sistema de la Chancillería – una especie de Tribunal de lo Civil que administraba legados, patrimonios y préstamos–: su padre estuvo preso tras pasar por él, y el mismo Dickens llegaría a trabajar de escribiente en los juzgados cuando era un chaval. Una familia de clase media podía verse endeudada hasta las cejas tratando de resolver sus litigios de herencia. Caer en manos de esta rueda judicial era, para el escritor, como "quedar reducido a pedacitos en la rueda de un molino agónico, churrascado a fuego lento, aguijoneado hasta la muerte por abejas solitarias, ahogado a base de gotitas de agua".

¿Quiénes no tendrán nunca problema? Lo han adivinado. 

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