Juicio a jaime giménez arbe por doble asesinato

María contra el solitario

  • La familia de Juan Antonio Palmero recuerda la vida de este guardia civil andaluz asesinado. A consecuencia de la tensión en el juicio su madre ha estado hospitalizada por una afección cardíaca. El Solitario es el único procesado en el caso.

La mañana del 17 de julio María Benítez era una ciudadana anónima. Era una testigo más en el juicio por el doble asesinato de los guardias civiles Juan Antonio Palmero y José Antonio Vidal. Palmero, nacido en el hospital militar de Cádiz el 24 de julio de 1975, era el tercero de los cinco hijos de María. El 9 de junio de 2004, en la carretera N-113 de Castejón (Navarra) dio el alto a un vehículo sospechoso. No le dio tiempo a abrir la puerta de su todoterreno. Ni siquiera a quitar la llave de contacto. Recibió 22 tiros. Su compañero recibió 14. Jaime Giménez Arbe El Solitario es el único procesado en el caso.

Es 17 de julio. Faltan sólo siete días para el cumpleaños de Juan Antonio. Sentada ante los magistrados de la Audiencia de Navarra en la tercera sesión del juicio oral, María, de 63 años, nacida en El Gastor (Cádiz), igual que su marido, Rafael Palmero, recordaba a las mujeres lorquianas. Vestida de un luto riguroso tan sólo aliviado por una camisa blanca y tras unas gafas oscuras, María testificó emocionada unos minutos. Durante su declaración, preguntó si el asesino de su hijo le había dado la oportunidad de decir una última palabra. En su intervención, el médico forense explicó a la sala que, en sus 22 años de experiencia con numerosos casos de homicidios, éste fue el cuerpo en el que más lesiones de bala había visto: “El agente no podría haber sido salvado incluso contando con una atención médica inmediata”.

A María le separaba un metro escaso del presunto asesino de su hijo. No aguantó más. Cuando concluyó su testimonio se levantó de la silla y se abalanzó sobre el acusado. “Dejadme que me desahogue, dejadme que lo vea”, repetía, engullida por el llanto y la rabia. Jaime Giménez Arbe respondió impávido: “Señora, no tengo nada que ver con la muerte de su hijo”. Su marido, Rafael, que había declarado minutos antes en la sala, cogió a su mujer del brazo y la apartó del acusado. A la mañana siguiente de este episodio, María se levantó con una presión muy fuerte en el pecho. Desde el día 18, la madre del guardia civil ha estado ingresada en el hospital Reina Sofía de Tudela (Navarra). Le han hecho un cateterismo en Pamplona y,  de momento , la cardióloga dice que está todo bien. Según Rafael, sus hijas están muy preocupadas porque están en Estepona: “Creen que les estoy ocultando algo”. A modo de súplica Rafael lanza: “A ver si nos podemos ir pronto para abajo”.

Al cierre de esta edición, el jueves pasado, María debía permanecer unos días más  en observación. Su corazón ha aguantado otro envite, el de ver en persona al presunto asesino de su hijo. Según la cardióloga este órgano se encuentra bien; Rafael, su marido, lo matiza: “Delicado pero bien”. Al menos, fisiológicamente. Pero para María, las heridas de su corazón ya no se curan. “Fue algo totalmente espontáneo. Mi mujer no tenía premeditado responder así, pero no se pudo contener. Tenía al tipo este a un metro escaso por detrás de ella. Fue una situación muy violenta por la chulería y la frialdad con la que [el acusado] declaró durante toda la sesión”, describe este subteniente de la guardia civil retirado. Por su profesión Rafael ha acudido a muchas citaciones judiciales pero ella no: “Entró mal en la sala, con una tensión grande”. Tienen ganas de que todo esto pase. Rafael y su mujer llevan cerca de un mes en Navarra a cuenta del juicio. Debió empezar el 1 de julio pero el abogado de El Solitario, Marcos García Montes, no se presentó. Se pospuso entonces el inicio al 15 de julio.

El pasado jueves, todas las cadenas de televisión en España emitieron la reacción de esta mujer ante el presunto asesino de su hijo. La imagen que se vio recordó a una portada clásica del periodismo nacional, la del ABC del 27 de marzo de 1931. Sobre el título También los guardias civiles tienen madre aparece una imagen sobre un fondo negro. Es la imagen de una anciana sentada en una silla de enea con el rostro consumido por la pena. Era Isabel García llorando a su hijo, el guardia civil Hermógenes Domínguez, muerto durante unos disturbios en Madrid. Rafael Palmero no cree que su mujer conozca esta portada; a él, dice, le suena. A María sólo le entra en la cabeza que la ley natural es que los hijos sobreviven a los padres, no que una madre entierre a su hijo.

La muerte de Juan Antonio Palmero, adscrito a la Asociación Unificada de la Guardia Civil (AUGC), no sólo dejó roto el corazón de sus padres, sino el de toda su familia. Lo cuenta en conversación telefónica Isabel María, hermana mayor del guardia civil. Aprovecha un momento de menos ajetreo de la cafetería Palmero, el negocio que regenta junto a sus otras dos hermanas, Soraya y Pilar, en la localidad costasoleña de Estepona: “En estos momentos se revive todo el dolor, pero hay que seguir para adelante. La vida es una balanza y los hijos y la familia sirven de contrapeso”. La segunda de la familia Palmero dice que olvidar “ni se quiere, ni se puede”. Pero sí pide “tranquilidad dentro de un recuerdo”. Su voz transmite cansancio, quizás de abrir de nuevo la herida. Pero en apenas cinco minutos de conversación relaciona con ternura a su hermano y a sus hijos: “Sentía predilección por Samuel, mi hijo que ahora tiene seis años”. Juan Antonio era su padrino. El niño tenía poco más de dos años cuando murió, pero, según su madre, pregunta mucho por él. “Es Andrea, mi hija que ya ha hecho la comunión, quien podía pasar perfectamente por su hija. Es clavada a mi hermano”. Habla en presente. Han pasado cuatro años, sólo cuatro. Poco tiempo para usar el pasado.

“Presente a diario”, dice que lo sigue teniendo Caños Santos, Santi, la novia de Juan Antonio desde 2001 y con la que convivía en Corella. La pareja llegó a este pueblo navarro el 2 de marzo de 2001, a sólo 20 kilómetros de Calahorra, donde habían destinado a Juan Antonio para formar parte de la Agrupación de Tráfico. Motivado por su pasión por las motos, Juan Antonio había hecho el curso de tráfico. A su padre no le hacía mucha gracia: “Quédate por aquí Juan Antonio, que esto es más tranquilo. Para qué te vas a meter en eso”. A Juan Antonio, el único de la familia que ha seguido los pasos paternos en la Benemérita, no le importaba estar destinado en el Norte. Cuando salió de la academia de la Guardia Civil de Baeza, en el 94, estuvo de eventual en Estepona. Al poco le mandaron  a Bilbao en unos años, los noventa, con ETA especialmente activa. Después de cinco años pidió Málaga y le mandaron a Cañete La Real, con base en Ronda, donde conoció a la novia. Pero Juan Antonio tenía ganas de entrar en Tráfico. “Lo que son las cosas. Castejón, donde mataron a mi hijo, hace frontera con Burguete, donde estuve de sargento en el 82”, cuenta Rafael.

A Juan Antonio le animaba también tener cerca a su hermano mayor, Rafael como su padre. El mayor de la familia, camionero de profesión, se asentó por la zona, se casó y tuvo tres hijos. Uno de ellos murió a los tres años. Se acostó y no se despertó más. Otro golpe para la familia.

Cada día que Juan Antonio se vestía de uniforme, su novia le despedía en la puerta con un “Ten cuidado”. Él siempre respondía lo mismo: “Yo sé cuándo salgo y cómo salgo, pero no sé cuándo voy a entrar ni cómo”. No iba de héroe, simplemente era consciente de lo que implicaba su profesión. Ella tenía entonces 27 años, el 28. Cada vez que podían bajaban al sur a ver a la familia, repartida por la provincia de Málaga y Cádiz. “Teníamos un piso en Estepona. Nos íbamos a casar. Aquel día [el 9 de junio de 2004] llegó a casa el papel del certificado del libro de familia”. Son los recuerdos de Santi al otro lado del teléfono. Esta joven de 31 años cuenta que ha pasado una depresión de dos años y que ha estado bajo tratamiento psiquiátrico: “Todavía tengo recaídas, como ahora con la citación judicial. No sabes cómo vas a reaccionar. Cuando entré en la sala me temblaba todo el cuerpo... Ha pasado muy poco tiempo y lo tengo muy presente a través de sus cosas personales”.

Juan Antonio tenía ganas de comprar una moto grande. Esa misma semana había recogido folletos en varias tiendas de motos. Los metió en la guantera del coche. “Allí siguen. Soy incapaz de tirarlos”, confiesa la chica. La última imagen que tiene Rafael Palmero padre de su hijo también es junto a una moto: “Mi mujer y yo estábamos pasando unos días en Corella para ver a los niños. La tarde de antes de que le mataran vino a casa del hermano porque le había pedido que cogiera su moto y le pusiera unas cubiertas. Le dije adiós desde el balcón. Al día siguiente, un teniente coronel de la comandancia que me conocía de mi etapa en Navarra me llamó. Me dijo que le habían dado un tiro a Juan Antonio. Me puse a llamar todos los teléfonos que tenía hasta que un subteniente me dijo que mi hijo estaba muerto. Así, sin más. Cogí el coche y me fui para Castejón. No sé cómo pude conducir”.

Cada vez que María y Rafael visitaban a sus hijos hablaban de lo mismo en el camino de vuelta. Sus dos hijos varones estaban lejos pero acompañados de mujeres a las que querían. “No sé cómo será en otras familias, pero de verdad le digo que daba alegría ver a mis cinco hijos reunidos” relata emocionado Rafael. Una se imagina a una familia tradicional, trabajadora, a medio camino entre Ronda, donde la familia tiene una casa, y Estepona, donde está la cafetería. “A mi mujer y a mí nos sirve de distracción. Ella va y prepara unas cuantas tapas para el bar de nuestras hijas. Y yo voy también y si puedo friego unos cuantos vasos”. Lo que sea para tener la cabeza ocupada. Pero para Rafael la distracción que le trae “loco” es su nieto Samuel. “Es muy listo y lo pregunta todo. Al día siguiente del juicio hablé con él y me dijo: “abuelo, la abuela qué quería, ¿pegarle al tío que mató al tito?”. Antes del 9 de junio de 2004 nunca se había hablado de El Solitario en casa.

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