Flores de fuego | Crítica

Tristeza y alegría de la luz

  • La poeta Victoria León regresa con ‘Flores de fuego’, un libro sobre la soledad como vía de conocimiento y un paso más en su carrera

La poeta y traductora Victoria León.

La poeta y traductora Victoria León. / José Ángel García

El misterio de la luz es el misterio del conocimiento. Esta vez, la poeta Victoria León se enfrenta a él de una forma más compleja e incluso más sugerente que en su primer poemario, Secreta luz, que ya era un libro rico y bellísimo, publicado en la misma colección Vandalia en que ahora aparece Flores de fuego y merecedor en 2019 del Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado. Ambos son libros de una autora que, aunque haya empezado a publicar algo tarde, no es en absoluto novel. Aquí la poesía ha necesitado abrir su propio camino; y si también ha necesitado una lucha para salir, quizás eso explique su extraña trascendencia. Victoria León ha levantado, sobre la clara tradición de la escuela sevillana –esa "estirpe de Bécquer" de la que la propia poeta hablaba en estas páginas hace solo unos días–, una poesía de corte clásico, alimentada, creo, por ese "secreto" que los buenos traductores, como es ella, extraen de sus traducidos.

La soledad, aunque no solo la del fin del amor, sino también la de la noche, o la soledad definitiva ante la pregunta que no tendrá respuesta ("Antes de conocernos, ¿quiénes fuimos? / (…) ¿Quiénes ya no seremos para siempre?"), es el tema central del libro. Pero la soledad se convierte en estos poemas también en la condición del conocimiento, en la puerta de entrada mágica a la conciencia, una fuente de luz en su forma más mínima, como un reflejo en el poema: "Va muriendo la noche. / En la puerta entornada, / un espejo de bronce".

Flores de fuego es un poemario luminoso, de melancólica fascinación por la existencia que poco a poco se deja descubrir y conocer. Pero la luz que brilla en estos poemas es nocturna. La noche, cantada sobre todo en la primera parte, se convierte en el espacio espiritual de la búsqueda, en un lugar mucho más puro en que "solo suena el latido de la vida". La luz del conocimiento ilumina la noche, pero no como la luz cotidiana, sino como aquella que sin oscuridad no sería nada. La luz del día aparece también, aunque no siempre nombrada explícitamente, en esos pocos poemas diurnos que figuran como vigilantes, como ataduras al mundo que se agradecen tanto cuando se está haciendo un peligroso camino: algunos versos de la tercera parte del libro, especialmente A un viejo mastín o Tarde de Jueves Santo, en que la familia cumple, incluso a pesar del dolor, su papel de ancla, y quizás sobre todo Variación sobre un clásico, que es una celebración de la amistad.

El asombro y la perplejidad ante la belleza inspiran poemas de un erotismo melancólico

Portada de 'Flores de fuego'. Portada de 'Flores de fuego'.

Portada de 'Flores de fuego'. / D. S.

La noche y la luz encuentran su reflejo en el juego amoroso de los contrarios, en poemas de un erotismo sutil inspirados por la perplejidad y el asombro ante la belleza, que siempre aparece entre las sombras del misterio. Es un erotismo melancólico y un poco ansioso –esa es la regla del juego–, pero nunca malsano o decadente; y, cercano siempre al dolor, al mismo tiempo es gozoso y vivo. El lector encontrará constantemente la doble realidad de las cosas en todo, la luz y la noche, el sueño y la vigilia, la llama doble que da nombre a uno de los poemas: "El alma vive / en tanto que arden sus mitades, / sus pasiones opuestas, / su tensión de contrarios; / la doble faz / de su tristeza y su alegría, / que añade fuego al fuego / en medio de las sombras".

Victoria León ha sembrado este recorrido nocturno de símbolos de gran belleza, que se pueden seguir casi como en otra lectura, esa otra lectura que permiten los buenos poemas y que se aleja de la literalidad. Los espejos, la casa que solo existe en el sueño, la fuente seca… permiten recorrer de otra forma estas noches que no son solo la del amor o la del descubrimiento, sino también la simbólica de la infancia, la noche sin palabras que busca en los padres algo de aquella "inmensa eternidad de la niñez". Esa búsqueda se convierte en una pregunta obsesiva, que vuelve y vuelve como todo, y que pone en peligro el delicado equilibrio del ser, el ser que busca al mundo en la ventana abierta a la calle, o a sí mismo en el espejo inquietante de la duda.

Clara y directa, la poesía de Victoria León es capaz de captar la imagen no como excusa para la anécdota fácil, sino como recuerdo o prueba de lo vivido, y someterla al encuentro con la palabra, pero con la conciencia y el trabajo de quien rehúye la sucesión sin más de sonidos. El clasicismo inicial, muy bien heredado y elaborado con mucha finura en cada verso, lleva al lector al mundo acogedor de lo que ya conoce, para introducirlo de repente en un juego más sugerente, en alguna de esas noches extrañas de las que se sale más sabio. Este libro, con todos sus tonos –elegíaco, gozoso, irónico…–, es un paso más en el camino que abría el primero y deja al lector a la espera de lo que vendrá.

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