No hacía falta el discreto documental de Netflix para sospechar que Tino, el chico creído mayor del grupo Parchís, terminó por emponzoñar la relación entre esos menudos componentes que a la edad en la que las hormonas empiezan poblar de pelos la epidermis se vieron convertidos en estrellas de rock, zarandeados entre fans, pelotas y unos cuantos desalmados. El tablero empezó a romperse cuando existía una figura mimada por la discográfica y otros cuatro cantantes que eran comparsas, obligados a ir de aquí para allá, dando brincos y sin tener que arrimarse a un pobre libro de texto.

Lo de Parchís se les iba de las manos y se veía a distancia en la tele. Fueron triturados ante los ojos de todos. No llegaron a ser niños prodigio, sino que eran carne de cañón de una casa de discos de copleros (Belter) que se hizo de oro a costa de estos monicacos; empresa que al poco se arruinó agujereada de comisiones y corrupción.

Parchís: el documentales el recorrido de unos niños desdichados, entregados por la avaricia de unos padres al abismo de truncarles la existencia. Por el trabajo de Daniel Arasanz se suceden testimonios que arrancan la carcajada (esos niños tirando sillas desde las terrazas de los hoteles), que terminan en un episodio de Narcos en México y que culminan en un patético melodrama de estafas y derrotas. Por ahí estaba el cineasta Joaquín Oristrell, director de los guiones de Cuéntame, que hacía de tutor de los cantantes.

Nadie de los implicados está a salvo de colaborar en la explotación de estos niños que vieron poco dinero de todo lo que generaron, para quedar olvidados en cuanto pegaron el estirón. Les queda el consuelo de las experiencias viajeras aunque les pisotearan el futuro. Las historias de los niños prodigio deberían escarmentar a esos padres que a día de hoy siguen empeñados en llenar castings creyendo que el éxito es fácil y que la felicidad está en un cheque, con una cifra que malpaga las horas infantiles escamoteadas y las inocencias pervertidas.

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