Historia Taurina

Pepete, grosella y oro para la muerte de un valiente

  • El torero cordobés se había formado en la cuadrilla del Chiclanero, donde aprendió todos los secretos del oficio. No era un espada estético. La épica era su bandera. Valiente y arrojado

Traje de luces, capote de paseo, montera y enseres de Pepete en el día de su fatal cogida en Madrid.

Traje de luces, capote de paseo, montera y enseres de Pepete en el día de su fatal cogida en Madrid. / El Día

Los días de la Semana Santa han pasado como siempre. Presurosos, sin que nos demos cuenta. Han pasado breves horas desde que el drama ha sido el sentir del pueblo. Atrás han quedado los oficios litúrgicos, las procesiones, el recato y el duelo. La conmemoración de la Pasión y la Muerte ha terminado.

Es la hora del júbilo y de la alegría. El día ha amanecido radiante. La cristiandad celebra la gloriosa resurrección de Cristo y Madrid no podía ser menos. Es domingo de Resurrección, 20 de abril de 1862. Las calles de la villa y corte están llenas de gente que celebra la jornada gloriosa. La luz de la primavera es aún más rotunda. El azul del cielo luce con intensidad dotando a la capital de un techo que aboveda todo su contorno. Y como no, en España los toros están unidos a la fiesta, y esa tarde la plaza de la Puerta de Alcalá abriría sus puertas para sumarse a la festiva jornada.

En la habitación de un hostal, un hombre, junto a un terno grosella y oro que vestirá por la tarde, recuerda con nostalgia su pasado. Su memoria le lleva hasta su Córdoba natal. Rememora sus primeros pasos en el Campo de la Merced, muy cerca del matadero, entre ganados y tratos. El haberse criado en aquel barrio, sin lugar a dudas, le marcó para que sintiera la llamada para el atávico instinto de la lucha a muerte con el toro.

Eran los tiempos en los que se aseguraba que para ser torero en Córdoba, se tenía que nacer en el barrio de la Merced y haber sido bautizado en Santa Marina. Las dos condiciones se reunían en José Dámaso Rodríguez, el cual no podía ser otra cosa que matador de toros, anunciándose en los carteles con el apodo de Pepete.

Pepete se había formado en la cuadrilla del Chiclanero, donde aprendió todos los secretos del oficio. No era un espada estético. La épica era su bandera. Valiente y arrojado a más no poder se mostraba ante los toros cada tarde. Esa temeridad innata era admirada por el público, quien veía al torero cordobés como un héroe de la antigüedad en la lucha a muerte con un animal, en que la fiereza y casta, indómito y salvaje, eran sus signos habituales. También recordaba el espada su doctorado como matador de toros. Fue en Sevilla, cuando Juan Lucas Blanco le cedió la muerte del toro Gamito de Pérez de la Concha, un 12 de agosto de 1850.

La épica era su bandera. Pepete era valiente y arrojado a más no poder

Como la semana de pasión, las horas han pasado fugaces. Pepete ya está en el patio de caballos de la plaza vieja. Es la inauguración de la temporada en Madrid. Ha firmado contrato para torear dos funciones. Una domingo de Resurrección y otra el lunes de Pascua. Ambas corridas en compañía de Cayetano Sanz, uno de los primeros toreros dotados del sentido de la estética, esos que convierten a la tauromaquia en arte lleno de plástica. Las notas de la banda de música amenizan el paseo. En los corrales, tres toros de Agustín Salido y otros tres de un ganadero que se presenta en la capital del Reino, Antonio Miura.

La lidia del primero, del hierro de Salido, transcurre sin pena ni gloria. Pepete conversa con unos amigos desde el callejón. Sale el segundo, que pertenece a Miura. Atiende por Jocinero, capirote en negro, ensabanado y botinero. Pertenece a la rama antigua de Cabrera que dio origen a la ganadería. El público fija la atención en el animal.

Pepete indica a sus amigos: “bravo animal tenemos en plaza”. El torero de Córdoba acude a su encuentro. El toro hace por él. Le persigue con fiereza y el matador salta ágilmente al callejón. Cambia impresiones con los espectadores, con quienes mantenía un nexo de admiración, lo que acrecentaba su fama popular. Jocinero repara en la presencia de Calderón, el picador, quien está en su jurisdicción. Acomete a la cabalgadura, a la que levanta e hiere. El picador cae al descubierto, quedando a merced del toro.

Pepete acude presto al quite. Con el capote plegado bajo el brazo llama la atención al animal. El encuentro se produce y se desata la tragedia. Jocinero prende al hombre por la cadera y lo levanta del suelo. Este trata de evitar la cornada, pero su fuerza hercúlea no fue suficiente para que el animal derrotara en su cuerpo. El pitón entra en el pecho del matador, quien cae a tierra. El hombre se levanta, se sacude las ropas de forma instintiva.

La sangre mana del pecho y mancha el terno grosella. Pepete está seriamente herido. Cae de bruces cuando busca el refugio de las tablas. Una enorme mancha de sangre tiñe la arena de la plaza.

Pepete entra en brazos de su cuadrilla y asistencias en la enfermería. La cornada es grave. Ha destrozado los órganos vitales del tórax. Pulmón y corazón están afectados. Pepete muere en la mesa de curas de aquella enfermería, sin que su titular, el doctor José María González Aguinaga, pueda hacer nada por la vida que se escapa por aquel enorme boquete, que el pitón de Jocinero abrió en el pecho del torero de Córdoba.

Sus restos fueron conducidos al Hospital General y de allí al cementerio de San Luis y San Ginés, donde en sepelio costeado por la empresa, fue sepultado en presencia de las gentes que horas antes habían hecho el paseíllo con él revestidos de sedas y bordados.

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