Calle Larios

Málaga: la historia de Benjamín

  • La ciudad figura ahora como destino ideal para jubilados capaces de pagárselo, lo que tiene todo el sentido: acceder a un paraíso a cambio de llegar a viejo entraña la mejor disposición posible a hacer balance

Benjamín, en su casa de la Trinidad.

Benjamín, en su casa de la Trinidad. / Málaga Hoy

Hace unos días terminó el programa de fiestas navideñas de los Corralones de La Trinidad y El Perchel y me acordé de Benjamín, un vecino al que conocí hace unos años. He contado su historia por aquí alguna vez, pero no me importa volver a hacerlo. Hay hombres que, ya saben aquello de Brecht, luchan toda la vida y merecen que la memoria los acoja. Encontré a Benjamín en un corralón de la calle Trinidad. No fue él quien me contó su historia, sino su vecina Pepi: un cáncer de laringe se había tragado su última palabra algunos años antes y ahora esta mujer menuda y amable le prestaba también su voz mientras Benjamín, que ya andaba por algo más de los setenta, asentía y sonreía como un niño al que acaban de reconocer un mérito. Se había dedicado toda la vida a la chatarrería y vivía solo en aquella esquina del corralón. La soledad y la enfermedad le habían sumido en una tristeza amarga que apenas distraía con su ocupación favorita: la construcción de pequeñas figuritas metálicas realizadas con la chatarra que almacenaba en casa y de la que no se desprendía ni a tiros, como un capitán Ahab melancólico amarrado al vientre de su ballena. Es aquí donde Pepi entraba en acción. En tiempos en los que el botón rojo de los servicios de emergencias le quedaba aún lejos a Benjamín, a ella le preocupaba que a su vecino le pasara cualquier cosa y no pudiera dar una voz de alarma. Así que, sin resignarse a dejarlo pasar, Pepi se plantó un día en la casa de Benjamín e instaló dos campanas en la vivienda, una junto a la entrada y otra en una de las pocas habitaciones de una morada humilde y armada con lo justo: si me necesitas para lo que sea, haz sonar una campana y vendré enseguida. Parece que a Benjamín lo de las campanas tampoco le hizo mucha ilusión, pero Pepi, en la que pude admirar el arquetipo más fiel de la vecindad consciente e irredenta, le planteó al susodicho otro proyecto a su altura con tal de encontrarle una ocupación: ya que te gusta hacer figuras con la chatarra que guardas, ¿por qué no montas un museo? Aquí mismo, en tu casa. Los vecinos del barrio podrán venir a verlo. Yo me encargo. 

Cada vez que sale un iluminado a sugerir que una ciudad sin vecinos puede valer la pena, procuro imitar la sonrisa de Benjamín

Comenzó entonces la primera y más ardua parte del proyecto, que consistía en la localización de todas y cada una de las pequeñas esculturas que Benjamín había realizado y que andaban desperdigadas por toda la casa. Y funcionó: el ánimo de aquel hombre solitario y silente regresó, poco a poco, hasta que un entusiasmo desconocido, salido de a ver qué fuerzas, algo tendrá que ver Jesús Cautivo en todo esto, se apoderó de su instinto. Ahora, el tañido de las campanas domésticas cambió de significado: Benjamín las hacía sonar ilusionado cada vez que aparecía uno de sus juguetes metálicos en un cajón o debajo de un armario. Otra más para la exposición. Cuando estuve en su casa, Benjamín me enseñó su colección, orgulloso, sin dejar de moverse de acá para allá, mira ésta, mira esta otra, mientras Pepi asentía con ademán de madre antigua, pero quién te ayudó, ¿eh?, quién te dio la idea. No he encontrado en todos estos años de crónicas otra historia que sirva tan bien de modelo al ideal de vecindad más cívico y necesario. Cada vez que sale algún iluminado a sugerir que una Málaga sin vecinos puede valer la pena porque así podemos cotizar más en no sé qué ranking, yo me acuerdo de Benjamín y Pepi y procuro imitar en mis adentros la sonrisa de aquel hombre que exhibía tiernamente sus cacharritos.

Málaga aprendió que los sacrificios no iban a mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos, pero ya era demasiado tarde

No volví a ver a Benjamín, ni a Pepi. Málaga ha cambiado mucho desde entonces. La Trinidad,  cercada ahora por los apartamentos turísticos que han venido a hacer las veces de aquellas apisonadoras en la calle Jaboneros con las que soñó Celia Villalobos, también. Aunque, para los vecinos de los corralones, las cosas no son ahora más fáciles. Los servicios públicos esenciales siguen siendo aquí cosa de ciencia-ficción demasiado a menudo y el olvido que afecta en mayor o menor grado a otros barrios se multiplica a esta orilla de la calle Mármoles con las consecuencias bien conocidas. Digamos que La Trinidad ha pagado con creces el precio de seguir existiendo, lo que no podemos decir de El Perchel, a cuya memoria quedará una estación de Metro como último tributo. También aprendimos que tal sacrificio no ha mejorado la calidad de la vida de los ciudadanos, sino el rendimiento de intereses anónimos, aunque ya era demasiado tarde. Pero podemos alegrarnos de que a otros sí les vaya mucho mejor: un nuevo ranking que, sorpresa, señala a Málaga como la mejor ciudad del mundo para vivir, impulsado esta vez por Kathleen Peddicord, fundadora de Live and Invest Overseas (podemos confiar en que se trata de gente muy importante), subraya esta condición para mayores de sesenta años. Es decir, que los jubilados europeos tienen aquí el mejor destino posible para disfrutar a sus anchas su edad de plata. Otra cosa es que, bueno, puedan pagárselo, aunque sospecho que a los interesados en hacer caso a este tipo de informes no les preocupa en exceso que haga un calor del demonio en verano, ni que la sequía y la mala gestión del agua obliguen a crear infraestructuras costosas e improvisadas a contrarreloj, ni que el desequilibrio entre el precio de la vivienda y el poder adquisitivo de los ciudadanos sea uno de los más severos de Europa, ni que se apuntalen colegios y cierren centros de salud mientras la Junta de Andalucía invierte una millonada en promocionar la región como destino turístico en la NBA. Yo me acuerdo de Benjamín, que tuvo en Málaga su ciudad del paraíso porque una vecina se la procuró. Y, ya de paso, convendría recordar, aunque a estas alturas parezca una provocación, que cualquier política municipal debería ir dirigida a mejorar la calidad de vida de nuestros Benjamines y nuestras Pepis antes que a entretener a jubilados despreocupados y ociosos que viven en esta ciudad como podrían vivir en cualquier otra. Y que ya no nos vale el argumento de que lo segundo es necesario para garantizar lo primero, porque, tantos años después, el resultado es una ciudad expoliada. Habrá que darle una vuelta al modelo. O no. Mientras tanto, Feliz Navidad.

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