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Jerez, tiempos pasadosHistorias, curiosidades, recuerdos y anécdotas

Los antiguos vendedores ambulantes y sus pregones

  • La lista de vendedores ambulantes y de pregones que en tiempos pasados deambulaban por las calles de Jerez es interminable: desde afiladores de cuchillos hasta escardadores de lana o vendedores de frutaEstampa costumbrista de una vendedora ambulante de cebollas y verduras. (ARCHIVO)

Antiguamente, hace poco más de medio siglo, por nuestras calles podían verse todavía curiosos tipos populares, vendedores ambulantes, en su mayoría, que iban pregonando su mercancía o sus oficios, como los afiladores de cuchillos y tijeras, los lañadores que remendaban toda clase de barreños y lebrillos de barro, o baños de metal; o los escardadores de lanas para colchones, a domicilio; entremezclando sus pregones, en la vía pública, al mismo tiempo que el velonero, que traía velones de Lucena, anunciaba su mercancía mientras hacía sonar unas grandes planchas metálicas.

Y no digamos nada de los vendedores de frutas, entre los que había especializados en naranjas, como uno que las pregonaba de esta forma tan simple: "¡Chinas y cañadú, las llevo!" Siempre con la misma retahíla, un año y otro, recorriendo todos los barrios de Jerez, con un carrillo de manos. O el hombre que cada verano aparecía, puntualmente, con su borriquillo, cargado de una variada y atractiva mercancía de búcaros, cantarillos y otros pequeños cacharros de barro, para refrescar el agua, anunciando simplemente, con bien entonada voz: "¡Búcaros finos de la Rambla!"

O aquel que pasaba cada tarde con su original carrillo de helados, cuando todavía se estilaban, ofreciendo sus ricos y refrescantes productos de vainilla y de turrón, junto con la verde y fría granizada que llevaba en distintos recipientes metálicos, de donde incluso se podían extraer riquísimos polos de fresa, menta, limón y chocolate. El carrillo de helados pasaba por tu puerta, tú lo llamabas y el heladero se detenía, para que acudieran los niños a comprarle. Y por donde no pasaba el carrillo, siempre había la posibilidad de encontrar un quiosco cercano, como aquellos treinta o cuarenta que tenía Soler distribuidos por toda la ciudad, a cuyos encargados los niños de entonces llamábamos "Ché", no sabíamos muy bien por qué, tal vez porque todos eran de origen levantino, como mi amigo Angelete, que estuvo mucho tiempo en un quiosco que hubo en Santiago y que aquí se hizo torero, trabajando finalmente como mozo de espadas de Alvaro Domecq.

En la plaza también se pregonaba la fruta y el pescado, siendo jefe de la misma, aquel excelente funcionario llamado don Enrique Barberá, al que todos los vendedores de la plaza respetaban, y al que yo conocí y tuve el honor de tratar. Pero más tarde el Ayuntamiento prohibiría dichos pregones, porque aquello era un guirigay; aunque hay que confesar que al mercado le daba todo un ambientazo. Y los vendedores callejeros de pescado, aunque siempre estuvieron prohibidos, porque la mercancía que traían de Sanlúcar o de El Puerto, cargadas en bicicletas, no podían pasar por la inspección municipal veterinaria al estar prohibida su venta ambulante, llamaban la atención de las amas de casa, diciendo simplemente "¡El pescaero!", entrando muchas veces hasta los patios o corrales, para vender sus sardinas, pescadillas y boquerones, recién salidos de la mar, fuera de la vigilancia de los municipales.

Recuerdo que había un gitano de Jerez, allá por los años sesenta, que entraba cada día, a la caída de la tarde, por La Coronación, portando una o dos cajas de pescado en el portamanta de su bicicleta y, apenas llegaba, cantaba este original pregón: "¡Niña, de la bahía de Trebujena!, niña de la bahía de Trebujena! Cosa que yo nunca entendí, porque que yo sepa Trebujena no tiene bahía, ni puerto de mar, aunque por su término pase el Guadalquivir. Otros pregones clásicos de vendedores ambulantes, que nunca faltaban, según su temporada, fueron siempre los de quienes vendían higos chumbos y los que traían coquinas. O los de las mujeres gitanas que vendían berza, por las mañanas, en los barrios de La Plazuela y Santiago.

De tarde en tarde pasaba un hombre o una mujer, con un saco al hombro, anunciando que era "el botellero", o "la botellera", comprando botellas vacías, no sé si a perra chica o a perra gorda; las cuales se las vendía luego a un comprador llamado Becerra y, éste las llevaba luego al lavadero de un tal Perrín, que estaba en la calle Clavel, de donde pasaban, una vez limpias y recicladas, cargadas en camiones, a las grandes bodegas. Un sistema mucho más práctico, supongo, que el de ahora que se depositan en contenedores callejeros, rompiéndose siempre, al caer dentro de los mismos. Aquellas no se rompían y, una vez bien lavadas, se podían volver a utilizar, como nuevas.

Estaban también, pero esto allá por la década de los años 40 y anteriores, los panaderos que iban de casa en casa, en busca de su clientela, llevando la caliente y olorosa mercancía de las teleras, bobas, roscas y vienas, en grandes serones de esparto, a lomos de caballos, en los que iban montados. Hasta el cartero iba de casa en casa, anunciando a voces su llegada y diciendo en voz alta, en patios y corrales, los nombres de aquellos que recibían correspondencia. Ahora, si no miras todos los días el buzón, ni te enteras.

Todos se anunciaban con el nombre de su oficio: el velonero, el frutero, el pescadero, el panadero, el cartero… Tal vez, me dirán algunos, fuera esta una costumbre pueblerina, impropia de ciudades grandes como Jerez, pero tenía su encanto. Y en el verano, en las playas, podíamos encontrar siempre al vendedor de patatas fritas, envueltas en bolsas artesanas de papel celofán, al tío de los camarones y cangrejos, o al heladero que pasaba con su carrillo o, simplemente, con su garrafa de helados. Pero a los niños lo que más ilusión les hacía era escuchar el prolongado, agudo y recortado silbato del "afilaó" y verlo ejercer, luego, su antiguo oficio, a la puerta de tu casa, con aquella rueda de amolar, que accionaba con el pie sobre un pedal, mientras que los cuchillos, navajas y tijeras levantaban chispas de mil colores . También estaban las silleras y los silleros, que se dedicaban a recomponer sillas rotas, especialmente las de anea, que se llevaban sobre los hombros y, a los pocos días, te la devolvían como nueva. O el tapicero, que igualmente iba por las casas, tapizando sofás y butacones. Oficio este que hacen ahora muy pocos artesanos, llamando la atención de vez en cuando "el camión del tapicero" que viene de fuera de Jerez, anunciándose por medio de altavoces, como exigen los nuevos tiempos.

Sería interminable la lista de vendedores ambulantes y de pregones que, en tiempos pasados, deambulaban por nuestras calles. Siendo el más madrugador de todos el pregón de la molletera que, antes de las ocho de la mañana, llegaba hasta tu misma cama, haciéndote saltar de la misma para salir a comprarle su caliente mercadería, que acostumbraba a llevar en un gran canasto de caña; bien tapada con un costal de harina vacío, para que no se enfriase. Y a las puertas de los colegios no faltaban los arropieros ni otros vendedores de golosinas - chucherías, como siempre se ha dicho en Jerez - regaliz, garbanzos y habas tostadas, altramuces, algarrobas y otras delicadezas infantiles. Pero con la llegada de nuevos tiempos, la modernización de la vida, el cambio de hábitos, el frigorífico y la televisión, etc., todo eso fue desapareciendo. Se acabaron los vendedores ambulantes y sus clásicos y variopintos pregones que murieron para siempre. Eran tiempos distintos, ni mejores ni peores, más pueblerinos quizás; pero, como digo, no dejaban de tener su tipismo y su encanto.

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