HUBO un tiempo en el que tener un balcón en la plaza del Arenal era un privilegio reservado a los más pudientes. La que cumplía la función de plaza mayor de la ciudad fue el lugar destinado siglos atrás a la celebración de variados espectáculos, desde los juegos de cañas a las fiestas por las proclamaciones de los monarcas. Ello explica la configuración arquitectónica que mantuvo hasta hace unos cincuenta años, esas fachadas amplias y sobrias llenas de balcones, improvisados palcos de la nobleza local, de las que aún sobreviven algunos restos. El siglo XIX trajo la destrucción de la Puerta Real y del Arco y Casa del Corregidor, construcciones almohade y renacentista, respectivamente. A cambio de estas grandes pérdidas, el ochocientos nos legó un espacio urbanizado, ajardinado y de elegantes edificios. El colofón llegará en 1929 con el monumento de Benlliure y el característico diseño del pintor González Ragel para su pavimento enchinado.

La historia más inmediata es ya la de su degeneración estética. Primero fueron añadidos como la Caja de Ahorros o la sede de los sindicatos, que, más allá de sus discutibles valores arquitectónicos, rompieron la armonía de la plaza, no sólo formalmente, sino sobre todo en cuanto a alturas. Más reciente todavía fue la peatonalización, una idea positiva que, sin embargo, se llevó a cabo con escasa sensibilidad y de modo chapucero: alteración de la fuente, desaparición de los jardines, fugas de agua, pavimentos de poca calidad… Lo que vino luego fue un sitio ideal para un desarrollo incontrolado de terrazas y donde tiene cabida continua todo tipo de tinglados que hacen de ella una vulgar feria permanente. Los balcones del Edificio de los Arcos llevan meses adornados con fotografías que hablan de un Jerez de palmas por bulerías. Ya nadie se asoma a ellos. ¿Para qué?

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