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La presunción de inocencia, esa entelequia

Mientras me documentaba para escribir mis novelas sobre El abogado de pobres y para aproximarme a la justicia en el siglo XVIII, me encontré con reflexiones de juristas, Tomás y Valiente entre ellos, que me pusieron los vellos como escarpias. En el XVIII, pude leer, quien estaba llamado a dispensar la justicia, el juez, era también quien desde el principio, por medio de los autos, parecía querer imponer la verdad subjetiva que tenía por cierta, haciendo uso de temibles instrumentos para forzar los hechos, más que para reconstruirlos. Todo el sistema parecía diseñado para conspirar en contra del reo. Se partía de la presunción de culpabilidad y era poco menos que imposible persuadir a la justicia de lo contrario. Un simple rumor o una denuncia falaz era suficiente para llevar al cadalso o al patíbulo. Fue en realidad desgraciado el individuo contra quien se iniciaba una causa, por más que protestara su inocencia e invirtiera tiempo y dinero en su defensa.

Y se me pusieron los vellos como escarpias al darme cuenta de lo poco que ha cambiado la justicia desde entonces hasta ahora. Es indudable que la tortura (al menos, en la manera en que entonces se aplicaba), que en aquellos tiempos era el medio de prueba fundamental, ya no existe y que se procura respetar los derechos humanos. Pero, por desgracia, y a pesar de que nuestra Constitución sienta como eje nuclear del proceso penal la presunción de inocencia, cuando leo aquellas palabras sabias de Tomás y Valiente que antes transcribía, me digo que han pasado casi tres siglos pero que todo sigue casi igual. Y lo digo, tristemente, por experiencia.

Hoy, por mucho que el concepto de imputado haya pasado a convertirse eufemísticamente en investigado, el simple hecho de que a una persona se la someta a proceso penal, y mucho más si esa persona tiene relevancia pública, ya supone cuando menos un baldón y un escarnio y, cuando más, la destrucción completa de esa persona, su muerte civil. Pese a que se ha de presumir su inocencia, se la encarcela (por muy buenas palabras que existan de ese órgano procesalmente inútil llamado Tribunal Constitucional, que en realidad sólo tiene virtualidad para materias políticas, la prisión provisional, que sólo debería aplicarse en muy contados casos, es medida frecuente y habitual) y se le priva de una libertad necesaria para el ejercicio de su defensa; se le embargan sus bienes, se le bloquean sus cuentas corrientes, se le paralizan sus empresas, se le convierte de sujeto a objeto, se le obliga a dimitir del cargo público si lo ocupa, se le penaliza de todo modo y manera. Y si después resulta que el proceso se sobresee o que se dicta sentencia absolutoria, como tantísimas veces sucede (sentencias absolutorias que suelen tener nula repercusión pública), ni una disculpa ni una reparación: no moleste usted, váyase de aquí y dé gracias, no vaya a ser que nos arrepintamos. Y no les cuento si todo esto sucede en la Audiencia Nacional, órgano incompatible con cualquier Estado de Derecho, reminiscencia de los antiguos Tribunales de Orden Público.

Si de verdad se quiere que España, en materia de justicia, sea un Estado moderno y democrático, no hay sólo que dotar de medios a su administración. Es preciso cambiar los cimientos de la justicia penal de modo que el sólo sometimiento a proceso no implique la destrucción de la personalidad. Mientras eso no ocurra, en nuestros país la presunción de inocencia será sólo eso: un concepto, una entelequia, y no una realidad como debiera.