Tribuna libre

Malos tiempos para la solidaridad

VIVIMOS en una sociedad basada en la competencia, donde las personas creen avanzar en la escala social, a base de maximizar la auto realización, la proyección personal y el esfuerzo individual. Hemos asumido la idea que nos imponen determinadas ideologías que afirman que en la competencia y en el conflicto está la selección de los más cualificados: La competitividad en todos los órdenes es la vía para seleccionarnos y para triunfar. Con este ambiente y con estas proposiciones,  la solidaridad no resulta fácil.

Y con esas premisas aceptadas como súmmum y con la crisis económica, a la pobreza de los excluidos y de los no productivos (jubilados, discapacitados, enfermos crónicos) se le ha sumado la de los nuevos pobres.

Cuando existe escasez, se potencia las conductas insolidarias: esto lo vemos en las empresas con dificultades, donde los trabajadores en muchos casos olvidan el compañerismo y se aviva el "sálvese quien pueda". Y esta conducta se extiende a todos los antiguos canales de participación: asociaciones, partidos, sindicatos…

Se impone la cultura del triunfo, como una nueva ética.

Hemos perdido la solidaridad, porque estamos perdiendo nuestras raíces culturales: cambiamos el concepto de familia, fuente primaria de apoyo moral y material; cambiamos el concepto de vecino, allí donde convivíamos con los amigos y sus familias,  fuente de multitud de ayudas y hasta consejos y promoción profesionales. Arrinconamos a nuestros mayores, fuente de aprendizaje, ternura y generosidad.

Hemos pervertido muchas palabras entre ellas las palabras amor y gratuidad y nos hemos apropiado de un modo egoísta de palabras como Justicia: estas tres palabras base de Cáritas, las usamos manoseándolas hasta emponzoñarlas, para desvirtuarlas en nuestro propio provecho.

La pobreza no es algo residual. No desaparece con el progreso y el crecimiento económico.  Las nuevas formas de pobreza y marginación que deriva del paro, de la precariedad en el trabajo, los cambios tecnológicos, de las indicaciones de los "mercados", etc., perfilan una concepción estructural de la pobreza. Y esta concepción cada vez más, no solo la toleramos, sino que además la aceptamos como natural.

La precariedad en el trabajo y en las prestaciones, más la fragilidad en el soporte familiar y en las relaciones sociales, crea una nueva forma de vulnerabilidad hacia la pobreza.

La marginalidad o exclusión caracterizada por la carencia de trabajo, la desprotección y el aislamiento social, conduce a la ruptura del vínculo social.

Los derechos sociales reconocidos en la constitución como son el empleo, la vivienda y la salud, cada vez se niegan más a grupos de personas concretos.

La exclusión es estructural, no es pasajera. Es consecuencia de cambios estructurales que persisten en el tiempo:Desempleo de larga duración, las reconversiones industriales, con consecuencias en el mercado de trabajo, especialmente entre los menos cualificados, los cambios sociales y los cambios en las familias, la evolución del sistema de valores, que arrincona la solidaridad, la fragmentación social y la cada vez más escasa participación en las instituciones y la evolución de los fenómenos migratorios.

Estos fenómenos estructurales se ven agravados por la escasa perspectiva de empleo y el incremento de zonas con infravivienda, donde se concentran los excluidos. Los pobres y excluidos son expoliados en su dignidad.

La sociedad en general y los cristianos en particular, no podemos ser cómplices, ni ingenuos con  las situaciones y circunstancias de exclusión.

No podemos ni debemos actuar con tibieza, solo con la buena voluntad y desde la comodidad de nuestra privilegiada situación. Salgamos de las trincheras de nuestras seguridades y enfrentémonos a la injusticia con la convicción que nos da el ejemplo de Jesús. Tenemos que luchar con la fuerza que nos otorga nuestra fe, para intentar erradicar estas situaciones y ser beligerantes ante posturas, actuaciones y políticas que se olvidan de estas personas, entre otras muchas razones, porque hay que amar al otro como amamos a Jesús, y porque ya El nos advirtió: "lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

Corren malos tiempos para la solidaridad, pero la esperanza en el amor fraterno, nos anima a hacer frente común para cambiar el futuro.

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