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En tránsito

eduardo / jordá

¿P or qué leer?

HACE tiempo, en el metro de Nueva York, vi a una chica negra que estaba leyendo un ejemplar de la revista The New Yorker. Aquel tren iba hacia Harlem y ninguno de los ocupantes del vagón iba leyendo, ya que estaban dormitando o miraban extenuados el techo o ni siquiera parecían estar en este mundo, pero aquella chica sí que parecía estar en este mundo. Y de pronto tuve la extraña sensación de que ya la había visto. ¿Dónde? Un segundo después lo recordé: no la había visto, sino que me la había encontrado en un poema que Juan Ramón Jiménez escribió cuando vio a una chica negra, también en el metro de Nueva York, con una rosa blanca en la mano. Cuando leí aquello era muy joven y nunca había estado en Nueva York, pero mientras leí el poema de Juan Ramón, me sentí viajando por los túneles del metro y tuve la certeza de que estaba viendo a una chica negra con una rosa en la mano. Y muchos años después, cuando vi a aquella chica negra que leía The New Yorker en un vagón, pensé que había tenido la suerte de vivir aquella escena dos veces, como si hubiera sido enriquecida o dramatizada de alguna forma inexplicable, porque la chica que leía delante de mí era también la chica negra que había llevado la rosa blanca casi un siglo atrás. Una y otra se habían fundido en una misma figura, y de alguna forma más extraña todavía, la rosa blanca se había convertido en una revista.

Cuento esto porque hoy se celebra el Día del Libro, aunque cada vez sea más difícil ver a alguien leyendo en un vagón de metro o en un autobús. Las charlas en los móviles, el acoso incesante de los whatssaps, las musiquillas que llegan de todas partes, todo se confabula para distraer la atención del lector que intenta sumergirse en un mundo de silencio e introspección. Cabe pensar que, a este paso, dentro de cincuenta años muy poca gente leerá por el simple placer de dejar vagar la mente. Leer exige tiempo, calma, silencio y recogimiento interior. Y no es aventurado pensar que a los nuevos dueños del mundo no les interesa una gran masa de lectores que reflexionen y sean capaces de albergar ideas propias. Es mucho más productiva una masa embrutecida que pueda adaptarse con facilidad a los contratos precarios y a los sueldos miserables. La chica negra de la rosa quizá no sabía leer, o sólo a duras penas conseguía descifrar un texto. Pero cien años después, la chica negra del metro de Harlem leía The New Yorker. Son motivos más que suficientes para que sigamos teniendo fe en los libros. En los buenos libros, se entiende.

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