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El último Pasolini

  • Un volumen recoge la última conferencia que ofreció el cineasta y escritor italiano, días antes de su turbio asesinato en la playa de Ostia

El cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975).

El cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975).

Tras la posguerra, en la Italia que sigue al llamado miracolo económico, Pasolini fue siempre la china en el zapato, el abejorro que zumbaba alrededor del discurso proforma que adoptaron -cada una a su modo- tanto la siniestra Democracia Cristiana como la fuerza bruta del PCI.

El 21 de octubre de 1975 Pier Paolo Pasolini acudió invitado a unas jornadas en el instituto Giuseppe Palmieri de Lecce sobre culturas y lenguas minoritarias. Un escritor de novela negra diría que el polemista Pasolini olía ya a cadáver. Sólo unos días después de aquel acto resultó turbiamente asesinado en la playa romana de Ostia. Del crimen fue acusado Giuseppe Pelosi, alias la Rana, un chapero y delincuente habituado a la trena.

En una primera versión Pelosi confesó haber sido el homicida. Pero muchos años más tarde, ya en 2005, alteró su testimonio. Corroboró que había practicado sexo con Pasolini, homosexual escandaloso en su tiempo. Pero acusó a unos terceros desconocidos de la brutal paliza que dejaría al intelectual marxista convertido en una piltrafa (recuérdese la película reciente de Abel Ferrara sobre los últimos días de Pasolini). Si fue un crimen de libro propio de la peor ralea o un cebo auspiciado por el Estado profundo, esto nunca se sabrá. Si nos detenemos en tal pormenor es porque este mismo verano ha fallecido Pelosi, enfermo de cáncer. Nunca, pues, se sabrá la pura verdad sobre quiénes intervinieron en el crimen más allá de la Rana, aquel pobre bala perdida.

Vulgar lengua, el volumen que aquí comentamos, viene a ser la transcripción de aquella jornada de debate transcurrida en el citado instituto de Lecce. Lo que de inicio nos parecería un coloquio indigesto y sólo apto para lingüistas o versados, acaba convirtiéndose en un auténtico opúsculo sobre el pensamiento del irredento Pasolini. Puro Pasolini, digámoslo así.

Conviene recordar que en 1975 Italia sufría sus años de plomo por causa del terrorismo, el extremismo político y la sombra del Estado cloacal. Pero a ojos de Pasolini, de forma silente, lo que en Italia se había consumado era un holocausto cultural. El consumismo, última gran revolución del capitalismo, lo había fagocitado todo. A la liquidación existencial habían contribuido también la televisión, los mass media y la escuela, que propiciaron "una aculturación, una centralización que ningún gobierno que se declarara centralista había conseguido jamás". Para Pasolini, la auténtica unificación italiana no se debió a aquella aventura nacional mitificada por los camisas rojas de Garibaldi. Italia había sido unificada bajo la hipnosis del consumo de masas.

Por todo ello, al hilo del debate en Lecce, Pasolini defiende que el actual idioma italiano ha supuesto, entre otras cosas, el triunfo del lenguaje burgués, tecnificado, que se impone sobre una sociedad alienada ya por la homologación. La pérdida del dialecto en el habla popular (romano, siciliano, friulano) es la consecuencia de esta brutal estafa consentida. Bajo el discurso lo que aflora no es sólo una tesis de crítica lingüística, sino la postura insobornable, la opinión a menudo radical del gran heterodoxo que fue Pasolini (en su brillante prólogo Salvador Cobo habla de "herejía antimoderna desesperada").

El director de El evangelio según San Mateo añora lo que él, para desdén de sus detractores (Italo Calvino entre ellos), llamaba la arcadia campesina, la nutricia levadura de la Italia pobre, los cinturones de chabolas que con el miracolo iban poblando las afueras de las grandes urbes. No es añoranza por el pasado como pasado, al que jamás reivindica como tal. Desde que se mudara a Roma en 1950, Pasolini conocía bien el lumpenproletariado de la ciudad. De este loto marginal saldrían películas como Accatone o novelas primerizas como Chavales del arroyo o, más tarde, Una vida violenta. Asegura Pasolini que allí y sólo allí conoció la felicidad, la muesca de la vida grata y despojada, y que solía expresarse a través de la sonrisa de los expulsados del falso paraíso. Eran como una especie de comuna, de evangelio humano sobre los márgenes, que no aspiraba, como ahora ocurría, a formar parte del estadio burgués, al que consideraban inadecuado para una vida auténtica.

A menudo Pasolini podría parecernos un esteta chocante. Pero quien haya leído sus artículos en el Corriere (reunidos en Cartas luteranas y Escritos corsarios) sabe que la suya no obedece a ninguna estética contestataria, tan del gusto del insoportable izquierdismo de pitiminí. Salvador Cobo recuerda a Alfonso Berardinelli: "Después de su muerte Pasolini se ha convertido en un objeto de culto hipócrita de la izquierda". Y Antonio Piromalli, inspirador de las jornadas en Lecce, cita a Gianni Scala para definir al malogrado: "Inquietante, desconcertante, inmoderado, impulsivo, paradójico, fuera de la realidad, ambiguo, emocional, imprudente, provocador". ¿Quién da más? Pues sí. Uno diría que íntegro y arcaico para bien.

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