Pretérito imperfecto

Historias de Rompechapines

A todos los que me han facilitado datos para escribir este artículo, cuyo nombre siempre guardaré en secreto.

A mediados del siglo XIX la Mancebía había pasado a la historia. Esta casa de trato oficial se había construido a finales del siglo XV para regular el ejercicio de la prostitución y estaba en las inmediaciones de la actual plaza de Silos. Con un estricto reglamento aprobado por el Ayuntamiento y un funcionario (el llamado Padre de la Mancebía) que se encargaba de que las trabajadoras cumpliesen su cometido, el establecimiento funcionó bajo el atento control municipal, si bien se trataba de una suerte de sociedad anónima, dándose el curioso caso de que durante unos años a mediados del siglo XVI la parroquia de San Marcos gestionó un tercio de la Mancebía, que le había caído en herencia.

El final del Antiguo Régimen marcó el fin del bizarro lupanar y el puterío pasó a ser de nuevo una actividad clandestina que (no se sabe el porqué) empezó a practicarse en los alrededores de la plaza Peones. Comenzaron así las historias de Rompechapines (donde acabó por concentrarse la industria del bajo vientre), una calle tan marginal que su empedrado jamás se arregló y por eso al que pasaba se le rompían los chapines, una suerte de zapatos que se calzaban en otros tiempos. Con los zapatos destrozados y el juanelo inquieto, los jerezanos transitaron esta vía durante décadas.

Rompechapines. Un nombre que provocaba una expresión de escándalo en las mujeres honradas y una sonrisa maliciosa en sus maridos. La Tierra Prometida para los niños, que imaginaban un mundo lleno de placeres.

–Yo vivía en la plaza Benavente y de cuando en cuando me desviaba del camino de la Escuela San José y me metía en Rompechapines para ver si veía una mujer desnuda. Lo más que alcancé a ver fue las tetas de una tía vieja que se estaba poniendo la bata...

Lo prohibido y lo decente conviviendo en armonía. Un orden social perfecto con una perfecta válvula de escape. Ni un problema. Ni una queja del vecindario. Tan sólo una lista de nombres que durante años conformaron una mitología escondida bajo la almohada de machos ardientes e insatisfechos, centauros de públicas virtudes y vicios inconfesos. Las huríes del poeta. Las hijas de Venus. La nómina prohibida que algunos desgranaban en la soledad de la noche como, quien reza el rosario: La Cantinflas, La Rebusco, La Flaca, La Macho, La Galera; La Bernarda, Eurosia la Chata, Angelita, Juana la de Ubrique, La Tetona, La Manquita, La Bornicha, La Marchala, La Currila, Carmen de Dios...

El Jardín del Edén para los soldados, quienes años después de haberse licenciado aún recordaban los ríos de Babilonia

–¿Tú que eres, de Jerez? ¿Y Rompechapines? ¿Sigue igual Rompechapines? Anda que no he pasado yo allí buenos ratos...

La apoteosis de los setenta, plenos de dólares, barras y estrellas

–Mi padre era taxista en Jerez, y cuando se enteraba de que llegaban los portaaviones a La Base se iba para rota y se traía el taxi lleno de marines. Figúrate la que se podía liar entonces en Rompechapines. Y me contaba que había veces que se montaba tal bronca, que tenía que venir desde Rota la policía militar y sacarlos a palos de las casas para llevárselos al calabozo...

Ecos de un mundo lejano, tan remoto que parece que nunca existió

–¿Y Rompechapines? ¿Sigue igual Rompechapines?

Dile al recluta rijoso que llevas dentro que esa calle murió a mediados de los ochenta ahogada por los bolizas, consumida por la droga. La delincuencia común acabó a navajazos con el universo ideal que guardaban las viejas casas de putas. Fue una lenta agonía. Poco a poco todo se fue quedando vacío y sopló el levante año tras año, arrastrando recuerdos y pasiones, llevándose esas alcobas que vivieron tantas historias, borrando con su poderosa mano el amor y sembrando la muerte.

Rompechapines no existe. Hoy es un descampado abrasado por el sol por el que vagan miles de fantasmas, almas en pena que un día quedaron atrapadas en la miel de los pechos de una fulana y jamás pudieron escapar.

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