La historia es en un museo pero bien podría desarrollarse en cualquier organismo público. En esas oficinas donde la burocracia, las ocurrencias como forma de trabajo, el sindicalismo, la indolencia y la impotencia baten la masa social para que nada se mueva o repte por direcciones imprevistas.

La serie Bellas Artes se ambienta en España perfectamente, la reconocemos como creíble, aunque sus autores, los hermanos Gastón y Andrés Duprant y Mariano Cohn, denuncian los vicios y malos hábitos de los escalafones argentinos. No falta nada en esta sátira: enchufismo, revisionismo histórico e histérico, nepotismo, hipocresía a raudales. Todo lo que puede generar la trastienda de un colectivo disfuncional. Es en un museo pero podía ser una concejalía de Urbanismo, una consejería peripuesta o la oficina elitista de un Ministerio. Sólo habría que cambiar algunas guarniciones para que el guiso tuviera la misma acidez e incluso el mismo desencanto.

Bellas Artes es una serie que puede verse (y se ve de una tacada, seis episodios que en realidad son una película) en Movistar Plus + y que en América se ve en Star (Disney +). Es una comedia supina y negra de ida y vuelta. La entendemos bien aquí y la entienden mejor allá, en un apócrifo museo madrileño que podría estar ubicado en cualquier urbe gris del mundo.

Óscar Martínez arroja toda su ironía en el papel del zarandeado director, desbordado por tantos palos en las ruedas, compromisos indescifrables y sumisiones con los de arriba, con los de abajo e incluso con el vecino de al lado. De su carácter para decir “no” depende su supervivencia. El personaje, que se llama Antonio Dumas, habla en voz alta en nombre de todos nosotros. Dice lo que nosotros estamos pensando, lo que nos hace soltar la carcajada o la risa amarga a continuación. Y la cara pública tiene una melancólica y cínica cara privada. La que aguanta Aixa Villagrán, la abnegada secretaria.

Un disparate tamizado por la normativa vigente. Bellas Artes es de una fealdad irresistible.

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