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Antes de que mi mujer fuese mi novia, estudiaba Biología. Como me encantan los árboles y los pájaros y quería pegar la hebra, le preguntaba por sus nombres científicos. Descubrí a tiempo que le horrorizaba, como si la estuviese examinando de botánica, y lo suyo era la microbiología. Me ayudó a verlo que estudié Derecho y me estresa que me consulten litigios. Llegamos a un acuerdo tácito: la única planta que yo sacaría a colación sería un ramo de flores de vez en cuando y el único contrato del que hablaríamos sería del de matrimonio, a su debido tiempo.
Por eso me ha sorprendido cuando ha observado que no hay murciélagos. Hace años, era una delicia mirar a las golondrinas, según atardecía, pasar el testigo a los murciélagos. Como el lubricán lubrica los sentimientos, enternecía cómo ellos trataban de imitar las volutas vertiginosas de sus hermanas diurnas… y les salían revuelos de trapo. Pero aun así las golondrinas más desinhibidas se mezclaban hasta el filo último de la luz con los murciélagos más audaces en un romance de frontera.
Ahora no se ven murciélagos. ¿Dónde habrán ido?, nos preguntamos ante un cielo vacío.
En el periódico di con la respuesta y era peor que nuestras dudas. Las cotorras de Kramer: sí, ésas de los chillidos verdes que alguien trajo para tropicalizar los campos de golf y se escaparon. Anidan en los mismos árboles que los murciélagos y, okupas de manual, los echan con violencia. En el Parque de María Luisa lo tienen muy contabilizado y han recogido muchos murciélagos muertos por picotazos. En El Puerto, que yo sepa, nadie ha contabilizado nada, pero mi microbióloga se dio cuenta.
Aquí se les llama panarrias, que tiene el efecto beneficioso de evitar ese nombre oscuro y ciego de murciélago y de permitir una aliteración: más buenas que el pan son las panarrias. Por otra parte, lo que parece un localismo no es sino una pervivencia de un nombre en latín, pennaria, de origen prerromano, lo que nos vincula a nuestra historia, que falta nos hace, aunque sea con unas raíces tan nocturnas y aéreas que son alas. Y pennaria suena a pena, lo que parece profecía.
Unas pocas cotorras están bien y dan color y ruido (más que nada) a nuestros cielos; pero -no me tachen de xenófobo- hay que andarse con ojo no nos vayan a estropear nuestros atardeceres y a expulsar a nuestros amigos desde tiempos de Columela, lo menos. Además, las cotorras no comen mosquitos.
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