HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano /

Los barnices

TALLEYRAD se casó sin permiso de Napoleón. A éste no le gustó pero aceptó los hechos consumados. Temía, con fundamento, que la esposa de su ministro de Asuntos Exteriores no estuviera a la altura de su cometido en la vida social propia del cargo de su marido. "¿Es inteligente?", preguntó el emperador a Talleyrand. "Como una flor, sire", se escabulló el ministro experto en enredos. Adivinando Napoleón las escasas luces de la señora, convino al ministro a que la aleccionara y previniera antes de las recepciones y banquetes a los que tenía que asistir. En una ocasión, con motivo de una cena en honor del embajador de Inglaterra, Talleyrand intentó hacerle a su mujer algunas advertencias sobre el diplomático, sir George Robinson, pero ella le dijo impaciente que sabía quién era Robinson. "Oh, sir George, estaba deseando conocerle para que me hablara de Viernes, aquel muchacho que se trajo de la isla desierta". Sin serlo, pasó en adelante como una de las mujeres más tontas de su tiempo.

Al afán de superación del pícaro, el político moderno quiere añadirle un barniz de intelectualidad. La cultura sigue teniendo prestigio y el poder no da cultura por ensalmo. Los barnices, si no se rasca, disimulan la tosquedad. En una persona discreta, el barniz cumple con su función embellecedora; en un cargo público, expuesto a los focos y a las miradas de continuo, no. Los políticos avispados saben que las Humanidades clásicas forman la personalidad y educan el espíritu, porque no tienen en cuenta las excentricidades del pensamiento político moderno y sus secuelas de corrección, que impiden las relaciones naturales entre las personas, causa suficiente para estorbar con malas leyes su estudio, o, si no se puede del todo, que se estudien las más de las veces sin provecho. Nunca sabremos si las malas leyes de enseñanza son fruto de la incultura de los legisladores, o bien porque hay algunos legisladores cultos que quieren impedir la riqueza mental ajena. Comoquiera que sea, Herodes y Pilatos.

La mujer de Talleyrand, más adelante princesa de Benevento, pecó de confusa e imprudente en sociedad, pero no fue una mujer inculta exactamente: le dio más importancia al personaje inmortal de Defoe que a la interinidad de un embajador sujeto a la actualidad política, lo que denota un rasgo de inteligencia por un lado y de torpeza social por otro. Tenía la información atemporal imprescindible para cualquier persona cultivada, y el despiste frívolo que adornaba tanto a las señoras antes de inventarse el feminismo. La política es tan obtusa con la actualidad que la hace centro y razón de su pensamiento, se olvida del pasado y no teme por un futuro que les tocará a otros. Lo que más teme es la apertura de mente que enseñan los estudios que han conformado nuestra civilización, cuya expresión degradada y peor se encuentra en la actualidad política.

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