Dejado suficientemente atrás el día de Todos los Santos, que en inglés se dice Halloween, mal que les pese a los guardianes de las esencias carpetovetónicas que, no obstante, disfrazan de fantoches a sus hijos cuando acaba cada octubre, se abre la veda para empezar con las celebraciones navideñas. Santa Marta de la Luz Led, Valroca de la Vera y Vigo inauguran sus alumbrados, a ver quién lo tiene más deslumbrante y lo enciende antes, y se declara abierto el período de mes y medio, dos meses, de comilonas enlazadas, compras compulsivas y demás dispendios sin descanso, los excesos navideños de los que todos abjuramos, aunque luego los sigamos sin rechistar. Están tan tasadas ya estas fiestas, son tan previsibles, que hasta sus odiadores se prestan a entrar en escena y dejarse llamar míster Grinch, alguno incluso se viste de verde y fomenta aquello que dice odiar, y aun quienes parecen no tomarlas en serio, o lo hacen con cierto descreído distanciamiento, reenviarán el mismo vídeo de todos los años, con una vieja fumadora, desdentada y deslenguada que desea “Feliz Navidad, hijos de puta”, o el meme del duro Clint Eastwood, cuando era un sargento de hierro y no el anciano apergaminado que va camino de su centenario, con gorrito rojo y una felicitación políticamente incorrecta.
Parecía difícil añadir nuevas “tradiciones” a las celebraciones navideñas, pero en los últimos años han ido penetrando dos. Y han calado. Ya se sabe que por estos lares basta con repetir dos veces o dos años seguidos algo para convertirlo en una tradición nuestra “de toda la vida”. La primera nueva tradición navideña es el reenvío de la columna El tiempo, que Manuel Vicent publicó en El País en enero de 2009. Seguro que les ha llegado, o les va a llegar. O la han leído. Es esa que empieza diciendo “El tiempo no existe” y luego va hilando los inviernos de la niñez con los veranos de la adolescencia para concluir que “lo mejor que uno puede desear para el año nuevo son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales”, y unas cuantas palabras más. Si en vez de Vicent en El País lo firmara Paulo Coelho en O povo brasileiro la mitad de quienes reenvían el texto no lo haría (aún hay quienes creen que El País, como Anagrama o la SER, siguen siendo lo que fueron, se conoce que el tiempo, que no existe, y por tanto no pasó, los ha dejado anclados en los cada día más ilusionantes años 80). En verdad podría firmarla Coelho, ambos se gastan la misma prosa almibarada, hueca. ¿Felices sobresaltos? Hombre, Vicent, que ni canas peinabas cuando escribiste ese texto con tufo a autoayuda. A otro perro con ese hueso.
La segunda nueva tradición navideña supera, en cursi, la popular columna de Vicent. Algo nada difícil, pues la cursilería, como queda demostrado desde la noche de los tiempos, es como los récords: siempre viene alguien detrás que eleva el que creíamos insuperable listón. Uno procura no verlo en la tele, pero no faltan almas caritativas que luego te lo mandan al móvil. Me refiero al resumen del año que hace el relamido periodista cultural Carlos del Amor en TVE. Que alguien apellidado del Amor firme tal cual, no use sus dos apellidos, como los ministros tecnócratas y los árbitros de fútbol en el tardofranquismo, es una nada soterrada declaración de intenciones: no quieres miel, pues toma dos cucharones. El resumen anual del tal del Amor, en el que un actor, una actriz encarna el año que se va, es, aparte de cumplidor con los tópicos del pensamiento guay moderno, uno de los mayores ejercicios de cursilería del curso. Para este año que se va propondría que lo encarnara Vicent. O bien que del Amor incluya el texto del escritor levantino en su resumen. Dos nuevas tradiciones en una y así todos los cursis de España, que son legión, contentos.