Tribuna libre

Aquel viejo farol

M UCHAS veces piensas porqué ocurren las cosas. ¿Todo tiene un porqué? ¿O todo ocurre por casualidad? Voy a contarles algo que aún vive en mi memoria, y que espero que al igual que hoy se lo cuento a ustedes, algún día se lo pueda contar a mi hija Gabriela.

Les voy a hablar del callejón de la Rendona, muy cerquita de la iglesia de la Victoria. Y les voy a hablar de mi abuela Paca. Les voy a contar los vagos recuerdos que tengo de aquella mujer a la que siempre conocí peinando canas. Con su andar enérgico que se fue apagando con el paso de los años. Les voy a hablar de sus rasgos físicos recios de mujer trabajadora, no solo en su casa, sino también en la panadería que regentaba. Casada con mi abuelo Eduardo, hombre paciente y sereno, al que apenas recuerdo sentado en el patio de su casa, tomando el sol, con el cigarro consumiéndose entre sus amarillentos dedos, y esa copa de vino que apuraba entre interminables sorbos.

Recuerdo a mis primos y hermanos jugando en el patio. Nos recuerdo partiendo alguna de las macetas que lo adornaban, y a nuestra abuela correteándonos, babucha en mano, amenazando un golpe que nunca llegaba a darnos. Recuerdos. Siempre recuerdos. Recuerdos que me llevaron a una iglesia pequeña de esas que tanto abundan en algunos barrios de Jerez.

Les voy a contar que siempre, llegando Semana Santa, me gustaba ir a casa de mi abuela. Allí mi madre y mis tías se reunían en el horno y elaboraban ricos manjares: roscos de aceite, bizcochos… ya saben, todas esas cosas que tanto nos disgusta comer a nosotros los glotones.

Y recuerdo, que en el despacho donde se vendía el pan, donde de vez en cuando nos metíamos a jugar al bolindre entre barras de pan y bollitos de viena, en una esquina, se encontraba él, aquel viejo farol... Yo me preguntaba qué hacía aquel farol, acostado sobre una esquina, y que solo aparecía de Cuaresma en Cuaresma. Pero nadie me hablaba de él. Yo, inocente de mí, creía que era para ahuyentar ladrones o para alumbrarse en noches de tormenta. Entre bolindre y bolindre me volvía a mirarlo, y allí estaba él, observándome. Pasado el Domingo de Resurrección el farol desaparecía hasta la Semana Santa del año siguiente.

Hasta que un día, siendo ya un poco más mayor, descubrí realmente cual era el significado de aquel farol. Lo descubrí el día que murió mi abuela, y en su lecho de muerte yacía con un hábito color morado, anudado en la cintura con una cuerda de color amarillo.

Era el mismo hábito que yo veía en las mujeres que acompañaban a Jesús Nazareno cuando en la madrugá de Jerez, salía con mis padres a ver la Semana Santa.

Y llegados a este punto les voy a contar que con el paso del tiempo yo también vestí el hábito nazareno. De mi hermandad. Y antes de mi hermandad, lo hice en otras hermandades. Luego fui costalero. Y aún hoy sigo siendo costalero y nazareno. Y este año, un pequeño monaguillo de apenas diez meses de vida me acompañará en mi estación de penitencia. Lo que ella aguante. Lo que yo aguante. Lo que los dos aguantemos. Por fuera irá su madre, cual fiel cirineo, para ayudarme con tan hermosa carga. Porque quiero educar a mi hija en los valores que a mi me educaron. Luego, cuando ella sea mayor, que tome el camino que ella misma decida. Porque hoy, después de muchos años, soy de los que piensan que las cosas tienen un porqué. Que no ocurren por casualidad.

Que aquel farol que me vigilaba en el despacho de pan del horno de mi abuela Paca, estaba allí puesto para iluminarme el camino. Así como yo quiero que mi molía y mi túnica nazarena estén cada Cuaresma iluminándole el camino a mi hija. Y que ella de mayor se sienta orgullosa de haber andado desde pequeña los pasos que su padre antes anduvo.

Esto es lo que quería contar. Y se lo he contado de la mejor manera que he sabido. Algún día les contaré por qué soy costalero. O porqué no salí mi primer año de nazareno.

Pero eso será otro día. Quizás sea otra Cuaresma. O quizás, una tarde de invierno, cuando la lluvia caiga tras el cristal, siente a mi hija en mis rodillas, y le cuente batallitas, como mi abuelo Eduardo nos las contaba a nosotros sentados en corro alrededor suyo en el patio de su casa, aquel patio en el que rompíamos macetas jugando y en el que mi abuela Paca nos correteaba, con la sonrisa semi escondida, sabedora de que nunca nos daría ese babuchazo que amenazaba con darnos en la cabeza.

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