soltando grillos

El país donde todos eran ladrones

El país donde todos eran ladrones

El país donde todos eran ladrones

Hay un cuento de Italo Calvino que habla de un país donde todos eran ladrones. Relata el escritor que por la noche cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna sorda, para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar, al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada. Allí todos vivían en concordia y sin daño. Uno robaba al otro y éste a otro, y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero. Así transcurría la vida: ni había ricos ni pobres. Sólo había ladrones.

Pero he aquí, cuenta Calvino, que apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en lugar de salir con la bolsa y la linterna, se quedaba en casa fumando y leyendo novelas. Llegaba el ladrón al que le tocaba su casa, veía la luz encendida y no subía, lo que provocó un hondo malestar entre los otros habitantes. Cada vez que el hombre honrado se quedaba en su casa, una familia al día siguiente no comía. De ahí que le convencieran para que, si no robaba, al menos saliera de noche para que le pudieran robar a él. El problema parecía solucionado: el hombre honrado moría de hambre, pero era decisión suya. Sin embargo, apareció un segundo problema: como él no robaba, cada noche había una casa intacta, la que el hombre honrado debía desvalijar y no la desvalijaba.

Al cabo de un tiempo, la aparición de este hombre honrado provocó un caos en el país. Los que no eran robados cada noche llegaron a ser un poco más ricos que los otros, por lo que no quisieron seguir robando. Y los que iban a robar a la casa de los que no robaban, se volvieron un poco más pobres. Transcurridos unos años, los ricos comprobaron que si no seguían robando se volvían pobres, así que decidieron pagar a los pobres para que robaran por ellos. Y se firmaron contratos y se establecieron salarios… Y los ricos se hicieron cada vez más ricos y los pobres más pobres.

No ha sido difícil acordarse de este cuento de Calvino tras la semana que hemos tenido en España. No digo yo que nos encontremos en un país donde todos seamos unos ladrones, pero tampoco cuesta imaginar que, durante mucho tiempo, mientras los ciudadanos dormíamos en el limbo, ha habido un montón de gente que se levantaba por la noche con una linterna sorda y una ganzúa para desvalijar la caja de la institución para la que le habíamos elegido. Y que, poco o casi nada, ha quedado al margen del saqueo, desde el agua que se beben los vecinos de Madrid hasta las ayudas a las empresas en crisis que se daban en Andalucía, pasando por las comisiones por retransmitir la visita del Papa o el 0,7% de las ayudas al Tercer Mundo.

A mí, la imagen de la ganzúa siempre me ha parecido muy novelesca. No hay ladrón sin ganzúa, ya sea real o metafórica. En España, hay demasiados sinvergüenzas que se han servido del cargo público como ganzúa para abrirse muchas puertas. La de sus despachos y la de la caja de todos. Y en ese lote, tenemos una representación de lo mejor de cada casa: los aledaños de la Casa Real, altas instancias del Estado, algún cargo internacional, ex ministros, ex presidentes de comunidades autónomas, ex banqueros y lo más granado del poder económico. Cada uno a su manera, se levantaban por la noche para robarles a sus vecinos. O sea, a todos nosotros.

Lo que supera la ficción de cualquier cuento es que un juez en España se vea obligado a meter un micro en el despacho de todo un ex presidente de una comunidad autónoma porque el sospechoso es alertado desde la Policía, desde la judicatura o desde donde sea, de que está siendo investigado. Este hecho coloca el problema de la corrupción en España en un estadio al que creíamos que todavía no se había llegado, el de que la mierda nos llega ya hasta el cuello. La imagen de unos agentes de la Guardia Civil entrando, de madrugada, con una ganzúa en el despacho de Ignacio González para colocarle un micrófono oculto con el que grabar sus conversaciones, después de que le chivaran que estaba siendo investigado, nos coloca ante la realidad de un asunto preocupante: la sinvergonzonería alcanza a importantes instituciones públicas. La operación Lezo parece demostrar que, por el trecho que debe separar los poderes de un Estado, algunos lograron colocar puentes que conectaban la política y la Justicia en beneficio propio. Y eso supone ya un salto cualitativo en la deriva hacia la indecencia de una sociedad democrática.

El cuento de Italo Calvino, que se llama La oveja negra, concluye relatando que el hombre honrado no tardó en morirse de hambre. El martes, en medio del lodazal de la corrupción que inundaba los medios de comunicación, apareció un informe para el que apenas quedó un hueco en las portadas. Según el Instituto Nacional de Estadística, tres de cada diez españoles están en riesgo de pobreza o exclusión social. Personas que, como el hombre honrado del cuento, podrían morirse de hambre. Y algo tendrá que ver, digo yo, el hecho de que tantos y tantos ladrones se hayan levantado cada mañana en dirección a sus despachos con el único propósito de desvalijar las arcas públicas.

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