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En tránsito

eduardo / jordá

H uérfanos

Amedida que vamos sabiendo cosas, y todas muy feas, sobre los políticos que nos han gobernado en estos últimos treinta años -como las revelaciones sobre la evasión fiscal de Jordi Pujol-, nos va entrando la sensación de que la vieja casa familiar está en ruinas y en cualquier momento puede derrumbarse sobre nuestras cabezas. Todos los que tenemos ya una cierta edad confiamos alguna vez en esos políticos y les dimos nuestro voto. Pero ahora vemos que no fueron dignos de confianza y que se comportaron como cualquier otro trapisondista de los muchos que hay. Si en algún momento nos dejamos convencer por ellos, ahora descubrimos que no tuvieron nada que fuera digno ni ejemplar.

Y eso nos provoca una extraña sensación de orfandad y de vacío. Es como si uno descubriera, cuando ya han pasado muchos años, que su abuelo había hecho su fortuna traficando con objetos robados, o que aquel tío tan simpático era en realidad un confidente de la Policía, o que aquel cuñado de nuestros padres que nos llevaba de excursión en su coche era un estafador que se ganaba la vida engañando a los jubilados. El niño que fuimos admiraba a ese abuelo y a ese tío y quería a ese cuñado de nuestros padres, pero ahora el adulto que somos descubre que todo lo que le había hecho feliz de niño se debía a un engaño monumental. Es cierto que todos sospechábamos de alguna manera que había algo raro en el abuelo y en el tío y en el cuñado, pero éramos niños y preferíamos no hacernos demasiadas preguntas. Y ahora, cuando hemos descubierto la verdad, nos sentimos mareados y engañados y estafados. De algún modo todos habíamos creído en esas personas y les habíamos otorgado nuestra confianza. Y nuestra felicidad -o lo que fuera- estaba asociada a los momentos de alegría que habíamos vivido con ellos.

¿Y cómo vamos a reaccionar ahora? Insisto en que todos sospechábamos que había algo raro en aquella gente, pero uno prefería dejarse engañar porque necesitaba creer en alguien. Es imposible vivir en la sospecha continua y en la reticencia y en la desconfianza. Pero ahora, cuando nos hemos enterado de que no había nada ejemplar en la gente que nos hizo creer que sí lo había, caemos en la peor de las decepciones. Y la rabia por haber sido tan crédulos y tan tontos nos deja en manos de una ira sorda y ciega que no sabemos muy bien hasta dónde puede llevarnos. Y así estamos, sintiéndonos huérfanos y engañados. Es decir, en el peor estado de ánimo posible para dejarnos arrastrar por nuestros peores instintos.

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