Desde la ciudad olvidada

José Manuel / Moreno / Arana

Santa Mónica

SU existencia ha pasado muy desapercibida. Tal vez su emplazamiento, dentro del retablo mayor de un convento de monjas, la haya situado al margen del interés de los devotos, y también de los historiadores del arte. Será la distancia o la miopía - física o mental - de unos y otros, pero Santa Mónica parece palpitar. Está viva, sobre todo, al lado de los otros santos, inexpresivos e inmóviles, del sobrio altar, construido 100 años antes de que esta escultura se colocara allí. Su figura describe un elegante movimiento, una gesticulación honda y equilibrada a la vez. Una discreta diagonal marca la colocación de los brazos, con manos de correcto y cálido modelado y posturas contrapuestas: la izquierda sujeta firmemente un crucifijo al que mira con ardor y la derecha cae lánguida para sostener un pañuelo. Ambas complementan a la perfección la cabeza, vigorosa, con una toca agitada enmarcando el rostro donde se mezcla el misticismo con un profundo dolor. La santa llora por un hijo descarriado y hereje, aquél que después se convertirá al cristianismo y que llegará a ser nada menos que uno de los Padres de la Iglesia, San Agustín.

La talla revela los excelentes niveles de calidad que alcanzaría la escultura jerezana del siglo XVIII y, en particular, su más que probable autor, Francisco Camacho. Un artista que nos dejó las dolorosas de los Remedios y Amargura o el San Vicente Ferrer Penitente de Santo Domingo, muy cercanos a esta obra.

La reciente festividad de la santa es una buena excusa para recordar la imagen y la iglesia donde se conserva, la de Santa María de Gracia. Un edificio tan interesante como poco estimado. Santa Mónica es un triste ejemplo de ello pero igualmente lo son sus originales pinturas murales que simulan retablos, que en los últimos años muestran una preocupante degradación sobre la que es preciso actuar ya.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios