El SEFF ha tenido la ocurrencia, seguramente casual, de colocar juntos dos caminos antitéticos del cine italiano actual, por un lado la fidelidad a lo mejor de su legado cinematográfico y la inventiva luminosa, desbordante y juguetona de una Alice Rohrwacher (La quimera); y por otro la amnesia de la propia historia, la pleitesía al mercado y la desvergüenza a la hora de acercarse a otra cultura colonizándola de nuevo, esta vez a partir de la monoforma neoliberal y etnocentrista por parte de Matteo Garrone.

El autor de Yo, Capitán demuestra aquí que jamás vio (o hizo como que no vio) nada de las enseñanzas de Jean Rouch sobre cómo un blanco europeo debía filmar a los habitantes del África negra, y que lo único que le interesa es epatar la mala conciencia occidental mientras nos muestra una odisea de supervivencia (la de dos jóvenes senegaleses que quieren llegar a Italia) suavizada con algún toque de realismo mágico, no sea que vayamos a horrorizarnos demasiado al descubrir lo que le cuesta a un africano que mantengamos nuestro actual modo de vida. Garrone lo fía todo a lo que ya sabíamos desde los primeros créditos, y es que al final alguien gritaría a pleno pulmón el título de su película encaramado al palo más alto del despropósito.