Historia

Garrote vil en Jerez

  • El periodista Juan Noya  relató las  últimas horas         de Zarzuela, Busiqui, Lamela  y el Lebrijano, ajusticiados tras el asalto a la ciudad de 1892.

Faltan pocas horas para que el verdugo le rompa el cuello cuando Busiqui recibe la visita de su novia. No ha sido fácil obtener la autorización. Pero allí está ella, bien arreglada, con su mantilla, de negro, con guantes. Llevan ocho años de relaciones y ahora, con permiso de la autoridad, se ven por última vez. Busiqui y los otros tres reos ya están en capilla. Los novios se dan las manos. Lloran. Lloran también los sacerdotes y los demás testigos del encuentro. Durante veinte minutos, la pareja habla de sus cosas. Al despedirse, Busiqui se acerca a su novia para besarla y un sacerdote se lo impide. ¡Padre, por Dios, que es el último beso!, se queja el preso. El cura quizá cae en la cuenta de lo cruel que es su gesto o bien no encuentra apoyo en otros. Recapacita. Dáselo, concede al fin, que yo te perdono.

Busiqui era el apodo de Manuel Fernández Reina, bracero del campo, de 25 años de edad. Era uno de los cuatro condenados a muerte tras el asalto campesino a Jerez. Comenzaba 1892 y había transcurrido un mes de aquello: la noche del 8 al 9 de enero, unos cientos de hombres habían irrumpido en la ciudad al grito de viva la anarquía y muerte a los burgueses. Los empujaban los escasos jornales y “la desigualdad social llevada al máximum”, como señalaba el periódico republicano El País. Durante unas horas, los campesinos se hicieron dueños de la población pero huyeron en cuanto las tropas les hicieron frente. Atrás quedaron tres muertos: Antonio Núñez, a quien le disparó un soldado de un cuartel tras darle el alto; José Soto, un joven que trabajaba como dependiente en una empresa, y Manuel Castro, de 18 años, escribiente y hermano de un concejal conservador. No había testigos de lo ocurrido con Soto pero dos guardias presenciaron cómo un grupo de hombres atacaba a Castro en la calle Lancería.

Por este crimen habían sido condenados a muerte Busiqui y Manuel Silva, conocido como el Lebrijano porque era vecino de Lebrija; casado, de 41 años de edad, le faltaba un mes para ser padre. Con ellos compartían capilla Zarzuela y Lamela, a quienes la justicia consideraba organizadores del asalto a Jerez. Antonio Zarzuela, de 34 años, era zapatero. José Fernández Lamela, de 24, era barbero.La noche del 9 de febrero, cuando Busiqui recibe la visita de su novia, los cuatro aguardan el final: un consejo de guerra los ha condenado y van a ser ejecutados a garrote vil por tres verdugos llegados a Jerez desde Madrid, Sevilla y Granada. Todo había sucedido muy rápido. Las torturas habían arrancado confesiones y señalado inmediatamente culpables. La clemencia no estaba en ese momento en la agenda del Gobierno que presidía Cánovas.

El periodista Juan Noya escribió en Diario de Cádiz las crónicas sobre esas últimas horas de los reos de Jerez. La cárcel de la ciudad ocupaba entonces el edificio de un antiguo convento, en la plaza de Belén. Los cuatro presos habían sido recluidos en la antigua sacristía, habilitada como capilla, como lugar de espera. Las paredes, forradas de negro. En el altar, un gran crucifijo cedido por las monjas del Espíritu Santo, cuatro blandones y 16 velas. En una habitación inmediata, separada por una verja, cuatro camas y ocho sillas. Las camas, con dos colchones y dos almohadas cada una, las cubren colchas de percal rameado en colores rojo y pálido.A la cárcel acude mucha gente que quiere ver a los presos pero no se lo consienten a nadie. También a los tres verdugos, que se alojan en la misma cárcel, van muchos a verlos. Y eso que la ciudad les muestra rechazo: algunos tenderos se niegan a despacharles; como pasan el tiempo jugando a los naipes, al tresillo, la gente les ha puesto apodos: mala, espada y basto.El verdugo de Granada se ha presentado en Jerez con dos garrotes y dicen que uno fue el que acabó en 1840 con la vida de “la heroica mártir de la libertad” Mariana Pineda, escribe Juan Noya. El de Sevilla, con aspecto de artesano acomodado y algo aflamencado, se lamenta de que haya tantas ejecuciones: él creía al aceptar el puesto que se trataba de una canongía; sobre todo cuando pasaron treinta meses sin ejecuciones y cobraba sin trabajar.

Los presos dan cuenta de su última cena: sopa, carne, frituras y dulces. Busiqui no se acuesta. Pasa la noche charlando con su confesor y con su defensor. Lamela duerme dos horas; el Lebrijano, tres con intervalos; Zarzuela quizá no llega a una hora. A las cuatro de la madrugada comienza en la capilla el rezo del rosario. Después, una misa. Rodeado de sacerdotes, Busiqui llora sin consuelo. Le instan a calmarse. ¿Cómo he de conformarme con que me maten sin haber hecho ningún crimen?, responde él. Ay madre mía, qué picardía van a hacer conmigo, qué infamia más grande.

El Lebrijano, resignado con su suerte, no parecía inquieto. Sólo pedía protección para su hijo. Lamela no hablaba con nadie, no se quejaba. Zarzuela, acostado en su cama, preguntaba cada poco la hora y afirmaba que deseaba la muerte cuanto antes. Si hubiéramos salido victoriosos, decía, qué vino Pedro Ximénez más bueno nos habríamos tomado en el Pago del Carrascal. Llegada la hora de la comunión, los cuatro la aceptan. Luego, tras la misa, les sirven café, chocolate y vino. Zarzuela no se sacia de vino. A las seis menos cuarto, el Lebrijano tenía 82 pulsaciones por minuto; Lamela, 72; Zarzuela, 104. A Busiqui no se las toman porque está hablando con su confesor.Se acerca la hora y entran los verdugos en la capilla. Portan las hopas que deben vestir los reos y cordeles para amarrarlos. El más viejo, el de Granada, le habla al Lebrijano. Venimos a cumplir la sentencia que ha dado en firmar Su Majestad la Reina Gobernadora que Dios guarde. ¿Nos perdonáis, hermano? Perdono, responde en voz alta el Lebrijano. Le pregunta a continuación a Zarzuela. Yo no perdono, contesta el preso con voz destemplada. Lamela y Busiqui sí perdonan.Zarzuela reclama entonces a gritos que lo fusilen, que para eso lo ha juzgado un tribunal militar. Quiere morir honrosamente, no en un patíbulo. Que no se acerque a mí el verdugo, que le doy un puñetazo y le salto los sesos, brama el hombre. Busiqui ya está vestido con la hopa (la saya de los ajusticiados) y Zarzuela dice que él no se la pone aunque le hagan pedazos. Lamela se niega en principio pero acaba por ceder. No te la pongas, Lamela; no seas miserable, sinvergüenza, le grita Zarzuela. Que un trabajador ajusticie a otro es el caso más horroroso de la humanidad; que vayan a trabajar esos canallas. El Lebrijano se quita la chaqueta y el chaleco y se pone la hopa. Al final, Zarzuela se deja convencer y también viste el sayal.

Entre la capilla y el patíbulo hay 55 metros de distancia. El patíbulo, de doce metros de largo por seis de ancho y uno de altura, ha sido levantado pegado a la pared de la cárcel, de modo que los reos no tienen que pisar la calle para adentrarse en él. Sobre la tarima, cuatro banquillos. Entre ellos, unos marcos forrados con lienzos negros para que unos no se vean a otros. La plaza ha sido ocupada militarmente y también las calles cercanas. Unas quinientas personas han acudido a presenciar la ejecución. Hay gente en las azoteas. Desde una casa se disponen a tomar fotografías.

Poco después de las seis y media de la mañana, un piquete de soldados conduce a los presos camino del patíbulo. A Zarzuela y a Lamela les sirven antes una copa de vino. A la comitiva se suman confesores, curas y hermanos de la Caridad. Busiqui llora desesperadamente. El Lebrijano avanza sereno, con paso seguro. Los cuatro presos asoman por la puerta de la cárcel y los recibe un ligero murmullo. Curiosidad y compasión, interpreta Juan Noya.Pueblo de Jerez, dice entonces Zarzuela, aquí están los mártires de una causa justa; haya venganza para nosotros; no se dirá que somos cobardes. Jerezanos, dice Busiqui, esta es una muerte inocente; dispensadme si a alguno he ofendido; voy a pagar una muerte que no he hecho.Los cuatro reos ocupan los banquillos. Los sacerdotes les muestran la imagen del Crucificado. Los verdugos comienzan por Busiqui. El joven agita los pies y las manos. Un soldado del regimiento Extremadura cae desmayado en la plaza. Luego le toca a Lamela. Cuando le cubren la cara para ponerle el hierro en el cuello, Zarzuela habla de nuevo. Quedarse con Dios, jerezanos; veo a todo el mundo y nadie me ve a mí. El último agarrotado es el Lebrijano.A las siete menos cinco de la mañana ya están los cuatro muertos. Entonces empieza a retirarse la tropa y el público avanza hacia el patíbulo. La gente quiere verlos de cerca. Tendrán tiempo: los cadáveres permanecerán allí hasta las cuatro de la tarde.Los soldados que han hecho la guardia en la capilla han sido obsequiados con dos docenas de botellas de vino y 30 cafés por los hermanos de la Caridad. El oficial de guardia les ha pagado el aguardiente. El alcalde de Jerez ha anunciado que protegerá al hijo del Lebrijano.Noya relata que Jerez presenta ese día un aspecto triste, que han cerrado todos los comercios y los establecimientos de industria. Pero hay gente para todo. A la plaza acuden muchos que quieren ver a los ajusticiados. Los cadáveres tienen las caras descubiertas y ofrecen un espectáculo “desconsolador y desagradable”.Los tres verdugos se marchan al día siguiente en tren. Al de Sevilla y al de Granada les han pagado ocho días de dietas a tres pesetas, más seis para el viaje. Al de Madrid, nueve días de dietas a cuatro pesetas y el viaje, pero en tercera. Eso se han llevado por su “horrible trabajo”, escribe Juan Noya.

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