Jerez

Por las tierras de Sidueña con el Padre Coloma

A los pies de la sierra de San Cristóbal, al borde del antiguo estuario del Guadalete, donde los términos de Jerez y El Puerto de Santa María se confunden, se ofrecen a la vista del viajero las tierras de Sidueña. Estos hermosos parajes, escenario de nuestra historia desde hace casi treinta siglos, fueron "ganados" para la literatura por el Padre Coloma con la publicación de su obra Caín.

La primera edición de esta pequeña novela de juventud, vio la luz en 1873 y su acción se desenvuelve en distintos lugares de nuestro entorno cercano (Sidueña, El Puerto, Jerez) que sirven de marco a la historia de Miguel y Joaquina, campesinos que trabajan su huerta en Doña Banca, y de sus hijos Roque y Perico. Roque, de ideas republicanas, se unirá a la revuelta popular en Jerez y, junto a los amotinados, se enfrentará al ejército de cuyas tropas forma parte su hermano Perico, al que dará muerte. Su madre, Joaquina, será testigo directo del trágico desenlace. Como trasfondo histórico del relato, se adivinan los sucesos del "Motín de Quintas" de 1869. Y como uno de los escenarios principales de la acción, las tierras de Sidueña. Vamos a volver a visitarlas con el Padre Luis Coloma, siglo y medio después, tomando como referencia los textos de la edición de la obra realizada por el profesor José López Romero (1).

"A la caída de una hermosa tarde de mayo de 1869, caminaba por el arrecife que va de Jerez al Puerto de Santa María, un hombre ya entrado en años, que llevaba delante de si una burra..." Así da comienzo Caín, presentando a Miguel y a Joaquina, su mujer, que a lomos de la burra "Molinera", recorren el "arrecife", como se denominaba al antiguo camino entre estas dos poblaciones que seguía, aproximadamente el mismo trazado que la carretera "vieja" de El Puerto que hoy se conserva en dirección a Doña Blanca. En su camino, tras encontrarse con Juan Pita, un hortelano que se dirige al mercado Jerez a vender sus tomates, pasarán por el pequeño Puerto de las Cruces.

"Abismados Miguel y Joaquina en sus tristes pensamientos, pasaron en silencio los dos pilares que llaman Las Cruces, colocados a orillas del camino como dos centinelas que marcan la primera legua andada de Jerez al Puerto. Sale de allí una vereda que, obedeciendo a su propio instinto, tomo Molinera, y que trepa por un cerro, sin vegetación, cubierto de hierbas secas, que dejan asomar alguno que otro murallón negro, escueto y pelado, como asomarían por una sepultura excavada los huesos de un enorme esqueleto. Aquella es la tumba que el tiempo ha labrado al castillo de Sidueñas."

En un lamentable estado de abandono y deterioro, aún pueden verse hoy día los pilares de Las Cruces, a los que se refiere Coloma hace 150 años, en las proximidades de la entrada a los Depósitos de la C.H.G. de la Sierra de San Cristóbal. Las Cruces, entre las que discurría el viejo arrecife, marcaban la separación de los términos municipales de Jerez y El Puerto y, al llegar a este punto, los viajeros procedentes de Jerez tenían a la vista el hermoso paisaje de las tierras de Sidueña con la Bahía de Cádiz como telón de fondo. Las dos columnas que aún se conservan sobre sendos pedestales, se situaban a ambos lados de la que fuera Carretera General y poseían en su parte superior cruces de piedra que ya se han perdido.

En las cercanías de Las Cruces se encuentra el Castillo de Doña Blanca, en cuyo entorno viven los personajes de la historia. No podían faltar por tanto referencias a este enclave en el relato del Padre Coloma, en cuya descripción se aprecia, en palabras del profesor López Romero, un marcado "retoricismo". Así es como el autor de Caín nos lo presenta: "En aquel sitio se levanto esta importante fortaleza armada de ocho torres que la fortificaban. Es opinión fundadísima que la reina de Castilla doña Blanca de Borbón, vino a llorar entre aquellos muros los desdenes del rey don Pedro, y allí, por orden de éste, el ballestero Juan Pérez de Rebolledo le dio un tósigo, por haberse negado a este crimen, con gran valor y nobleza, Iñigo Ortiz de Zúñiga, primitivo guardador de la regia prisionera. Hoy, gracias a una mano cuidadosa que supo incrustar como en un relicario lo que el tiempo y el abandono habían dejado de aquellos muros, que tanto han visto y tanto saben, queda del castillo de Sidueñas una de sus ocho torres, la de Doña Blanca, que se alza sobre el cerro que cubre sus ruinas, como una cruz sobre una sepultura, como una corona sobre la tumba de un héroe. Encaramada sobre un alto pedestal, no tiene una flor que la adorne, ni siquiera una guirnalda de hierba que la abrace y la sostenga. Severa como cuadra a la guardiana de una tumba, altiva como corresponde a la última morada de una reina, se ciñe su corona de almenas y muestra en su frente un escudo, en que, bajo una corona de marqués, campea el león de Castilla y se destacan las tres barras de Aragón."

Las descripciones que Coloma realiza en Caín sobre las ruinas que observa en el paraje del Castillo, son de gran interés para la arqueología y no pasaron desapercibidas en la revisión historiográfica que Diego Ruiz Mata realiza en su obra "El poblado Fenicio del castillo de Doña Blanca", donde se ocupa de las referencias a las huellas de la muralla turdetana que pudo observar Coloma con algunos de sus restos todavía erguidos y a la vista hace siglo y medio. En relación a su alusión a la "…importante fortaleza, armada de ocho torres" que asigna a la época de Doña Blanca de Castilla, Ruiz Mata corrige así la interpretación de Coloma: "El castillo medieval, al que se refiere, no existió nunca, pero pudo advertir los restos de ocho torres pertenecientes a los siglos IV/III a.n.e. Las excavaciones de estos últimos años han exhumado restos de cuatro de ellas." Estos vestigios serán visibles, cuando menos hasta 1923, cuando el presbítero jerezano Ventura F. López, en sus artículos del Diario del Guadalete sobre Tartessos, "también pudo ver erguidos restos de viviendas y de la muralla turdetana". (2)

En Caín, no faltan tampoco las descripciones de las huertas de tomates, melones y frutales que se cultivaban -y aún se cultivan- junto al "arrecife", en el Valle de Sidueña, mencionándose, a modo de ejemplo el "cojumbral" de Juan Pita. Se hace referencia también a otros caminos y veredas de estos parajes como el que en cierta ocasión toma Juan Pita, quien se aparta del arrecife y "…por un atajo que llaman La Trocha retrocedió hacia Jerez donde pensaba vender su canasta de tomates". Aún se conserva todavía La Trocha, que atraviesa el arroyo del Carrillo por el puente de Matarrocines, en las inmediaciones del cortijo Espanta Rodrigo y, pasando por las viñas de Matacardillo, llega hasta la ciudad en las inmediaciones del campo de golf. Esa misma vereda que fue trágico escenario de no pocos fusilamientos en 1936.

Junto a todo ello, el relato ofrece valiosas referencias a los manantiales de Sidueña, en las proximidades del Castillo de Doña Blanca, de los que se abasteció El Puerto de Santa María: "Rodean aquel cerro triste y pelado, a la manera que para disimular el horror de la muerte circundan un sepulcro de jardines, cuatro frondosas huertas: la Martela, la de los Nogales, la del Algarrobo y la del Alcaide. Nace en esta última, al abrigo de una porción de álamos blancos, un manantial que lleva el dulce nombre de La Piedad y que, pródigo y compasivo con su nombre, manda uno de sus caños a fertilizar las huertas, mientras el otro sigue el camino del Puerto de Santa María, se detiene ante una ermita arruinada, para acatar la majestad caída…"

Algunos de estos manantiales a los que alude el relato de Coloma, como los de La Piedad, cuentan con una historia de siglos de la que nos ocuparemos en otra ocasión, si bien los registros de sus pozos de captación de agua y sus conducciones, sufren hoy día un lamentable abandono.

Volveremos a las tierras de Sidueña, a esos parajes en los que el profesor e investigador Miguel Ángel Borrego sitúa la Shiduna árabe (3), aquella que, al decir del historiador Ahmad al-Razi (m. 955) fue "muy grande a maravilla" con un monte sobre ella "de muchas fuentes que dan muchas aguas" (4). Estos lugares que el Padre Luis Coloma quiso también dejar para siempre en las páginas de sus libros.

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