Una pudorosa cortina de sobriedad parece cubrir la opulencia de la ciudad decimonónica. La riqueza emanada de la cúspide del negocio del vino se intuye en el caserío pero rara vez se pregona de manera explícita a través de grandilocuentes exteriores. Pese a la innegable renovación urbana que se despliega a lo largo del siglo XIX, se atisba cierta contención o rechazo a la ostentación materializada en fachadas de sencillas líneas. Sean por las razones que sean, y que por ahora resultan difíciles de valorar, las formas elegantes, y a veces excesivamente simplificadas y anodinas, que emanan del estilo neoclásico se constituyeron en las verdaderas triunfadoras, incluso tras la irrupción del eclecticismo y el historicismo a mediados del Ochocientos. Dos grandes excepciones fueron el célebre Recreo de las Cadenas y el edificio que da título a este artículo. De elocuentes pueden calificarse ciertos paralelismos entre ambos. Así, sus construcciones coexistieron en el tiempo y surgieron por las iniciativas de dos de los más ricos vinateros del momento, Julián Pemartín Laborde y Manuel María González. No menos expresiva, y desmitificadora, es la coincidencia de un frustrado y rápido final: la ruina económica para Pemartín y el cese de la función que Pemartín ideó para el inmueble de la calle Larga por no poder el Casino Jerezano, su primitivo inquilino, pagar el valor de la renta acordada con éste.

La fachada, recientemente restaurada con la participación de Ismael Rodríguez-Viciana, mezcla con gran profusión motivos renacentistas y barrocos, rosetas de hierro y esculturas infantiles, alegóricas de las distintas artes. En 1865 José Esteve plasmó en ella uno de sus mejores trabajos y una de las cimas del eclecticismo local. De este modo se valora y estudia en la monografía sobre la arquitectura isabelina jerezana que acaba de publicar Jesús Caballero Ragel, libro de obligada consulta en el que habrá que detenerse en otra ocasión.