Dudas pedagógicas

Los demás, educadísimos, nos aseguran que nuestros niños son educadísimos cuando no estamos

El verano es la estación de las dudas paterno-pedagógicas, que nacen al abrigo (¡al abrigo, precisamente, con el calor que hace!) de la estrecha convivencia familiar de estos días. Yo tengo dos dudas, con mis hipótesis, muy discutidas por los amigos. A ver qué piensa usted.

En la primera poso como cínico y en la segunda como ingenuo. La gente suele pensar al revés. Empecemos. Hay padres que afirman muy convencidos que sus hijos no terminan de portarse bien en casa o de comer correctamente, pero que, en cuanto van invitados a casa de un amiguito, son los árbitros de la discreción, modelos para la infancia, ejemplos de buenas maneras. ¿Cuál es la fuente? Los padres de los amiguitos que, cuando devuelven a los niños, disimulan el gesto de alivio y ponderan la buena educación que han demostrado en todo momento. La mayoría es partidaria de dar crédito porque los niños, según ellos, se crecen ante el reto de la casa ajena. Puede ser. También puede ser que los educados sean los padres del amiguito. Nunca lo sabremos. Es un misterio.

En el segundo, vuelvo a estar a contracorriente, pero ahora en las trincheras de la candidez. Creo que los niños en las vacaciones se vuelven más contestones y caprichosos y sostengo que el colegio, además de la mejora académica, produce una benéfica influencia moral. Mis interlocutores me cortan por lo sano. "En invierno ves menos a los niños. Habría que preguntarles a los profesores".

En realidad, tomamos nuestras posturas según nuestros presupuestos morales, y yo creo en la educación. En el segundo caso, se ve más claro. El orden de un horario, la felicidad implícita de aprender cosas, el respeto al maestro, otra fuente de autoridad complementaria a la paterna, el placer de entregar -hecha- la tarea, todo eso, forja, pule y da esplendor al carácter, necesariamente.

En el segundo caso, mi postura también responde a una confianza en la educación. En la de los padres de los amigos de mis hijos, que llevan más tiempo siendo educados. Incluso en la de mis hijos, porque espero que mis hijos no hagan por vanidad o respetos humanos lo que en casa no hacen por amor a sus desgañitados padres. Sería, si se piensa, un fracaso educativo de fondo. Por eso, lo mejor es no pensarlo demasiado, y seguir, entre dudas e incertidumbres, en la brecha. Cuando en septiembre lleguen los profesores, nos hallarán más admirativos y agradecidos que nunca a su labor.

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