No sé cómo se llaman. Son tres. Uno es viejo, tiene el pelo sucio. El otro es apenas un cachorrillo de mirada inqueta, con el pelo color tabaco. Y el otro es un chuchillo. Están siempre en la calle Larga o en Lancería, junto a un muchacho de sucias rastas que hace juegos malabares ante la indiferencia de los viandantes que apenas le miran y apenas se detienen a echarle unas monedas.
Los hombres, ya lo he escrito aquí en alguna ocasión, no me inspiran mucha más lástima que los perros. Al fin y al cabo, muchas, casi siempre, el individuo es dueño de sus actos, aunque el destino termine por esclavizarle y llevarle a la calle o a una oficina donde odia estar. Pero los perros no. Los perros son esclavos de sus amos. Están a su merced. Pueden dormir calientes en una casa, pero también soportar la lluvia, el frío o el hambre si un cabrón decidió dejarlos en una carretera harto de sus pelos en el sofá o de sus ladridos.
De eso me acuerdo cuando veo a esos perros, solo que ese chico de las rastas me provoca un sentimiento contradictorio. Aquellos tres perrillos, uno tan joven, el otro tal vez callejeado desde que nació, y el último tan cansado, parecen felices. Observan a su amo hacer su número, están pendientes de sus movimientos, pero también dormitan tranquilos a la sombra de algún naranjo mientras su amo se toma un café en el bar, con la absoluta certeza de que ninguno de ellos abandonará a los otros.
Así les pasan los días, los meses y los años, de calle en calle y de ciudad en ciudad, sin más correa que la de su propio cariño, compartiendo algo de hambre, también algunas pulgas y caricias. Una familia sin casa y sin dinero que parece dichosa con sólo una carantoña o un lametón que llene de esperanza un nuevo día lejos de aquel hogar, si es que lo tuvieron alguna vez, y que ya hace tanto tiempo abandonaron.
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