Un Primero de Mayo sospechoso

El logro fue embridar el natural interés personal con leyes protectoras del más débil

El miércoles pasado, Primero de Mayo, fue el que antes se llamaba Día del Trabajo –ahora, Día Internacional de los Trabajadores–, una fecha veterana que, con la simbología de la gran movilización obrera de Chicago en 1886, conmemora y reivindica uno de los grandes propósitos de la humanidad, el trabajo digno por cuenta ajena y los derechos laborales de los empleados, un asunto de profunda significación histórica, un aniversario que celebra la decencia pública y la civilización: recuerdo a un empresario antiguo que decía, sin solemnidad, que el primer deber de un empleador era pagar las nóminas en el día que los contratos estipulaban. No cabe duda de que, para que esa obligación sea posible, es imprescindible que se sustancie la función social del empresario, crear empleo y riqueza mediante la búsqueda de su prosperidad personal, y recordemos también la sentencia de Adam Smith, en un contexto de eclosión del capitalismo, en Inglaterra y en el siglo XVIII, lugar y tiempo en que la Revolución Industrial cambió el mundo, mutando desde el tardofeudalismo a un orden de cosas nuevo y hoy imperante: “No es de la benevolencia del carnicero, el panadero o el cervecero por la que obtendremos nuestra cena, sino por su propio interés”. Una reflexión ajena al paternalismo, objetiva y moderna.

El 1 de mayo es el día de alegrarse de que la economía, esa corriente inexorable de las relaciones humanas entre lo público y lo privado, se haya embridado con leyes que limitan la libertad de ese interés natural. Adam Smith era un liberal, y uno que, aparte de la algo plomiza La riqueza de las naciones, escribió una Teoría de los sentimientos morales que proclama la filantropía por encima de la caridad, y que algunos tecnolibertarios del interés personal ignoran con un afán ajeno al bien común, si es que convenimos que el bien común es algo antagónico con la codicia individual. Cabe citar a aquel Michael Caine haciendo de Gordon Gekko en Wall Street (Oliver Stone, 1987), un hombre de negocios que personaliza la antítesis ideológica del propio Adam Smith: “La codicia es buena”. Entre el interés y la codicia hay una distancia moral. Pero si la moral no es tal, o sea, no distingue entre el bien y el mal, nuestra especie ha sido capaz de generar derechos protegidos en menor o mayor medida por leyes.

Teniendo en cuenta que el trabajo es aquello a lo que la inmensa mayoría de las personas dedica su tiempo, son los derechos laborales quizá el artefacto más apreciable de nuestra existencia común, junto con la protección de los históricamente más desprotegidos en ese empeño, las mujeres. Sindicalismo y feminismo. Sucede que el sindicalismo y el feminismo no son ajenos a la también natural tendencia humana a crear áreas de exclusión politizadas y burocratizadas, donde hacen su agosto los menguantes sindicatos de clase y los emergentes feminismos intelectualizados hasta el absurdo. Que el último Primero de Mayo haya olido, y bastante, a apoyo al Gobierno que dirige Pedro Sánchez es algo digno de ser lamentado. Más, cuando nuestro presidente ha escenificado apenas cinco días antes, y profundamente enamorado, una farsa en formato “Estoy triste por el ataque de la derecha y la ultraderecha a mi esposa, ¿a que os dejo solos?”. Cuando es evidente, y duele la boca de decirlo, que el ultraliberalismo xenófobo es el que representa el socio clave para su supervivencia política: Puigdemont. ¿De qué progresismo hablamos? ¿Cómo nadie dijo en las manifestaciones del miércoles que las supuestas “mayorías sociales” –PSOE, ERC, Bildu, PNV, Junts– son amalgamas diferentes de lo que votó la gente: PP y PSOE: ciudadanos, a millones, que no están distantes en lo esencial, y permitan a Machado: “Gentes que laboran, pastan y sueñan”. Un tercio de sus vidas, como mínimo, laboran.

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