Una oda al tiempo | Crítica

María Pagés vence al tiempo

La bailaora y coreógrafa sevillana María Pagés, en el Teatro de la Maestranza.

La bailaora y coreógrafa sevillana María Pagés, en el Teatro de la Maestranza. / Juan Carlos Muñoz

Con un flamenco tan rico que tiene apartados para todos los gustos, anoche le llegó el turno al gran ballet. Una sección tan escasa últimamente -sobre todo por motivos económicos- que lo primero que nos alegró el alma, en la presentación en Sevilla del último espectáculo de María Pagés, fue ver a una compañía privada con nueve músicos en escena junto a un cuerpo de baile de ocho bailarines (cuatro hombres y cuatro féminas). 18 personas y unas luces que se convirtieron en un personaje más desde la aparición de una primera luna roja, que iría cambiando sus tonos hasta dejarle paso al sol de un nuevo día que, como la vida, también acabaría pasando. Porque como su nombre indica, esta Oda al tiempo es una reflexión sobre la vida que pasa, o mejor dicho, sobre la vida de la propia bailaora. Por debajo del enorme esteticismo que ofrece, está la experiencia vivida, el momento de madurez alcanzado. Desde esa madurez es desde la que rebusca en el árbol de su memoria para encontrar los pilares que han hecho de ella la artista que es. Así nos lleva a una primavera jubilosa y a un verano lleno de color y de calor, muy distintos del melancólico otoño y del invierno tormentoso y convulso que envuelve al mundo que hoy la rodea.

Oda al tiempo es una pieza circular, de primavera a primavera. Está escandida en doce escenas, como los doce meses del año –divididos por estaciones– o como los tiempos de una soleá. En la primavera está la trilla y el impulso irrefrenable de la vida. Con ellos, una María Pagés por seguiriyas y castañuelas que baila con una fuerza y una energía tan admirables como su bata de cola roja, espectacular como el resto del vestuario. Luego fueron llegando las demás estaciones y con ellas una sucesión de danzas, entre la sevillana y un cuerpo de baile brillante y disciplinado, que fue llenando la pieza de sorpresas con escenas tan antológicas como la de los mantones abiertos o la de las gaviotas.

Porque, sin olvidar que fue pionera con obras como La Tirana, éste es sin duda uno de los mejores espectáculos de Pagés, tanto por el baile como por la coreografía y por la elección de las piezas, de flamenco clásico en la primavera y el verano y más contemporánea en el otoño de su vida, con escenas casi violentas que reproducen pinturas tan simbólicas como los Fusilamientos de Goya, el Guernica de Picasso o la Piedad. Una violencia que refleja de algún modo la situación actual y que, de alguna manera, sirve de contrapunto a una primera parte de una estética, una elegancia y una belleza cercana a la fantasía.

Una imagen de grupo de la nueva obra de María Pagés. Una imagen de grupo de la nueva obra de María Pagés.

Una imagen de grupo de la nueva obra de María Pagés. / Juan Carlos Muñoz

Resulta difícil describir todo lo que la sevillana ha volcado en esta pieza. Junto a sus brazos interminables y sus bastones están sus lecturas de cabecera, los textos de su compañero El Arbi El Arti y poemas como el de los Números de Neruda, que ella recita por bulerías (lástima que el sonido no dejara oír con claridad la mayoría de ellos). Y si las imágenes son de una belleza deslumbrante, las músicas recorren una docena de ritmos flamencos, enriquecidos con la vitalidad exuberante de Vivaldi o el Lascia ch’io pianga (Deja que llore) de Händel, por no hablar de los guiños a la Muerte del Cisne. Un hermosísimo trabajo que hechizó al público de la Bienal y que sin duda dejará muy alto por todo el mundo el pabellón del flamenco.

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