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ROSALIE | CRÍTICA

Tratamiento convencional de un tema anticonvencional

Los intérpretes Nadia Tereszkiewicz y Benoît Magimel.

Los intérpretes Nadia Tereszkiewicz y Benoît Magimel. / D. S.

Stéphanie Di Giusto se ha especializado en biografías de mujeres que, venciendo las más adversas circunstancias, lograron imponerse a ellas. Son historias reales bien elegidas por su atractivo y/o rareza que le sirven para hacer un discurso feminista para todos los públicos por su sencillez narrativa y la estetización que le permite la reconstrucción de época. Debutó en 2016 con la increíble pero verídica historia de Loie Fuller, la chica nacida en Illinois en 1862 en la mayor pobreza que se convirtió en una diosa de la danza en el París de finales del XIX y principios del XX, revolucionando la coreografía clásica -incluidos el uso del vestuario y la iluminación eléctrica- en un anticipo de lo que poco después haría otra americana, Isadora Ducan. En sus días de gloria Mallarmé la adoró, posó para Lautrec y Rodin, su creación Danse serpentine fue filmada por los Lumière y contactó con Marie Curie para crear trajes luminiscentes impregnados de radio.

Di Giusto vuelve ahora a contar otra historia verídica -o, mejor, a inspirarse muy libremente en ella- de superación femenina. El nombre real del personaje histórico es Clémentine Delait (1865-1939) una mujer afectada de hirsutismo o anormal crecimiento de vello. Di Giusto ha idealizado la historia convirtiéndola en una lucha del diferente por ser aceptado sin renunciar a lo que lo hace distinto, de una mujer por ser aceptada más allá de los clichés (aunque hay que reconocer que lo de la barba pone al principio las cosas difíciles a su marido). Rosalie, casada con un tabernero que ignoraba su peculiaridad, se harta de disimular su hirsutismo, quiere ser aceptada por su entorno y sobre todo ser deseada por su marido como la naturaleza la ha hecho. Su modelo, Clementine, era una mujer ruda que a los 36 años decidió sacar partido de su hirsutismo dejando de afeitarse, llamando al bar que regentaba con su marido Le café de la femme a barbe, dejándose fotografiar para vender postales que autografiaba, sirviendo en la Cruz Roja durante la Primera Guerra actuando para los soldados y viajando por Europa para exhibirse. Sin embargo, rechazó una oferta millonaria para hacerlo en el circo de Barnum y Bailey: ella era su propia empresaria y cuando enviudó abrió un café en el que actuaba junto a su hija adoptiva.

El personaje real tiene más fuerza que el recreado por Di Giusto en su afán por adaptarlo al gusto presente para convertirlo en un manifiesto feminista en favor de los considerados diferentes, en una reflexión sobre la apariencia, la mirada de los otros y la autoconciencia de la singularidad, inyectándole una dimensión sexual-sentimental que acaba derivando al melodrama. Traslada la acción a 1875 para enmarcarla en un entorno de postración de Francia, crisis social y revolución industrial para sumarle una dimensión política. El tratamiento de un tema tan poco convencional es, paradójicamente, muy clásico, con una tendencia al esteticismo ya vista en la anterior película de la directora. Lo mejor es la grandísima interpretación de Nadia Tereskiewiz, bien secundada por Benoit Magimet.

Pese al interés de la directora por convertir su película en un moderno manifiesto feminista en favor de la diferencia, este tema fue tratado con mayor modernidad y contundencia dramática por Azcona y Ferreri en La donna scimmia (1964), con unos extraordinarios Annie Girardot y Ugo Tognazzi, y por José María Forqué en Una pareja… distinta (1974), con unos grandísimos Lina Morgan y José Luis López Vázquez. 

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