Mantícora | Crítica

El sueño de la razón

La más depurada, sobria y seca de las películas de Carlos Vermut (Diamond flash, Magical Girl, Quién te cantará), también la más perturbadora y ambigua, casi no necesita ya de pretextos, hibridaciones y sustratos de género (apenas de algunas citas cinéfilas), tampoco de música incidental alguna, para mirar de frente, sin miedo a incomodar, el alma sombría de los tiempos a través del trayecto de estirpe casi bressoniana de su protagonista, un diseñador de videojuegos especializado en modelar criaturas monstruosas (los humanos son ya otro cantar) al que Nacho Sánchez presta unos inquietantes ojos grandes y abiertos que parecen asomarse siempre a un abismo interior que lo persigue desde esa escena primordial, situada muy al principio del filme, en la que rescata a un niño de las llamas.

Unos tiempos de virtualidad, solipsismo, teletrabajo y cultura de cancelación que se instalan poco a poco, a fuego lento y constante, entre los pliegues, las elocuentes elipsis y el preciso off visual de un relato aparentemente sencillo y lineal en el que resulta casi imposible prever qué es lo que vendrá a continuación. Vermut traza milimétricamente la progresión del destino de un personaje disciplinado, sereno y solitario al que el encuentro con una chica de singular aspecto manga (Zoe Stein) ofrecerá una oportunidad de redención y la promesa de una posible relación romántica con la que superar los traumas, normalizar los fantasmas y calmar la ansiedad de lo prohibido entre encuentros provocados, paseos, conversaciones, visitas al Museo del Prado (para ver las pinturas negras de Goya, cómo no), cenas de comida japonesa y sexo frustrado.

Sin apenas penetrar la superficie de sus imágenes rodadas en un Madrid siempre reconocible y realista, entre diálogos de una concreta transparencia y planos sostenidos en el tiempo, Mantícora va abriendo pares, ecos y caminos inciertos que se cierran cuando, ya en su último tercio, se revele abiertamente esa aberración que devuelve a nuestro protagonista a su condición de monstruo para tiempos de neocensura y persecución moral. Pero incluso ahí, instalada en el disparadero de la tragedia, la película aún remontará una vez más para cerrarse con un cuadro de futuro tan liberador como inquietante.