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Mi soledad tiene alas | Crítica

Jugando al lado salvaje

Candela González y Óscar Casas en una imagen del filme.

Candela González y Óscar Casas en una imagen del filme.

Para su debut al otro lado de la cámara, el popular actor Mario Casas busca en su archivo de ficciones recientes (No matarás, Adiós, El practicante), también en ese cine español siempre pegado al barrio marginal y sus tipos más reconocibles, para acompañar a su propio hermano Óscar en una nueva historia de peligros, huidas y redención por el lado más salvaje de la vida urbana.

Dos largos planos-secuencia en el arranque con robo en motocicleta presentan las credenciales de segunda mano del cineasta primerizo, sendos alardes de estilo, bien resueltos, qué duda cabe, que anuncian un camino sobre seguro por los laberintos de la noche, la camaradería lumpen y un particular submundo familiar al que se nos invita a entrar a través del virtuosismo.

Toca luego bajar el pistón, pausar el ritmo, dibujar a los personajes y perfilar a ese buen chaval que vive con su abuela, odia a su padre matón, sueña con irse a Berlín para triunfar en el mundo del graffiti y no disimula sus traumas entre pocas palabras y tics contenidos, lealtades quebrantables y un amor casi fraternal por la chica del barrio acompasado por canciones electro-flamencas y paseos inocentes por el paisaje de hormigón.

Mi soledad tiene alas camina así sobre seguro confiando en sus lugares comunes y en sus jóvenes actores, pero pronto se ve empujada bruscamente por los clásicos obstáculos de manual de un guion que los lanza a una salida a Madrid y al asomo inevitable de la fatalidad como destino. Casas se muestra entonces incapaz de sacar brillo a las situaciones de transición y termina optando por el tono más cursi en esa huida hacia adelante con las cartas marcadas.