Ennio, el maestro | Crítica

Retrato incompleto pero cálido de un genio

Un fotograma de 'Ennio, el maestro'.

Un fotograma de 'Ennio, el maestro'. / D. S.

Pese a que sea normal que el biografiado sea un talento superior a su biógrafo, en el caso de Morricone y Tornatore la desigualdad entre el músico y el cineasta está demostrada por el desfase entre la medianía de las películas de Tornatore y la calidad de las músicas que para ellas compuso Morricone. Compensa esta desigualdad la admiración y gratitud de Tornatore hacia el compositor y la sólida amistad que los unió tras tantos años de trabajo cómplice –desde Cinema Paradiso en 1988 a La correspondencia en 2016 compuso la música de todas sus películas–, razón por la que el reservado Morricone se abrió ante él como nunca lo había hecho.

Tornatore ya se había entrenado en el documental sobre la historia del cine italiano con L’ultimo Gattopardo: ritratto di Goffredo Lombardo, dedicado al productor de Rocco y sus hermanos y El Gatopardo. Ahora, gracias a la confianza y amistad que les unió, logra un buen retrato del esquivo y reservado Morricone. Lo más amable, entretenido y gratificante de la película son los fragmentos que demuestran como su música transfiguraba, potenciaba y/o significaba las imágenes. Lo más valioso son las intervenciones del propio Ennio, que muestra el sancta sanctorum donde trabajaba con una furia estajanovista no superada por ningún compositor cinematográfico europeo y entre los hollywoodienses solo por Max Steiner, a quien aun así gana: Steiner llegó a componer 19 bandas sonoras en un año y más de 300 a lo largo de su carrera, Morricone alcanzó las 20 por año y 500 en total. Con el mérito añadido de que Steiner trabajó en los poderosos departamentos musicales de RKO y Warner mientras que Morricone fue un freelance en una industria más débil, pese a su fuerza en los 60 y los 70, que la del Hollywood de los estudios.

Lo más interesante y emocionante se alcanza cuando se trata el complejo de Morricone por haber traicionado la que él (y tantos críticos) consideraba música absoluta, el desprecio hacia la música de cine inducido por esa generalizada opinión adversa (la obsesión por el juicio de su maestro Petrassi) y agudizado porque, a diferencia de los binomios Fusco/Antonioni o Rota/Fellini, Morricone cultivó, no solo (porque trabajó con Pasolini, Bertolucci, Pontecorvo, los Taviani, Kalatózov, Bolognini, Zurlini o Malick), pero sí sobre todo, el cine popular comercial de los espagueti western, la comedia erótica, el giallo o la aventura. Y en todas sus escalas, desde las más creativas a las más ramplonas. Siendo siempre, por mala que fuera la película, creativo, poniendo genio en obras muy menores como quizás solo Bernard Herrmann lo hiciera con su dedicación al cine fantástico. En mi opinión y en la de muchos lo más original de su obra está ahí, en el cine popular, tanto o más que en sus partituras nobles para películas de prestigio.

Cuando toca o roza estas cuestiones la película alcanza su mayor interés por adentrarse en el tormento interior de quien, al igual que George Gershwin, siendo un autor amado y aclamado por el público además de rico gracias al éxito de sus obras, anhelaba el reconocimiento que solo da la música absoluta. Y en la herida del joven de modesta familia, hijo de un trompetista de orquestilla, que tuvo que hacer musicalmente de todo (lo que abarca tocar en orquestas, hacer arreglos para canciones y componer para el cine) para llevar dinero a casa mientras –como si viviera en dos mundos inconciliables– seguía los exigentes cursos de Petrassi y se quería dedicar a la música absoluta. La paradoja es que fue el cine corruptor quien le dio la oportunidad de unir todos sus mundos tomando elementos de la más radical música contemporánea para fundirlos con lo aprendido como orquestador de canciones pop, lo asimilado de otros maestros del cine (sobre todo de Tiomkin, cuyo Degüello de Río Bravo está tan presente en sus partituras para Leone) y su propio, personal, genio compositivo. Esta fusión le hizo único. A muchos colegas les costó reconocerlo y, tras despreciarlo, lo admiraron y hasta le pidieron perdón. Él lo refiere con orgullo. Pero aún más arduo le resultó perdonarse a sí mismo.

Sobran muchas de las intervenciones hagiográficas, algunas traídas por los pelos a causa de la popularidad del entrevistado más que por lo que aporte. Debió comprender Tornatore que Morricone se basta a sí mismo y haber descargado de entrevistas innecesarias la película dejando solo las de algunos de los maestros con los que trabajó. En cualquier caso, con sus aciertos y defectos, hay que agradecerle esta posibilidad de entrar en el cerrado universo personal de uno de los genios de la música –sin adjetivos– del siglo XX. Que será oído cuando muchos de los reconocidos compositores de música absoluta estén olvidados. 

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