Del rigor formal al 'rigor mortis'

Crítica 'Sueño y silencio'

Manuel J. Lombardo

12 de junio 2012 - 10:55

Sueño y silencio. Drama, España, 2012, 112 min. Dirección: Jaime Rosales. Guión: Jaime Rosales y Enric Rufas. Fotografía: Óscar Durán. Intérpretes: Yolanda Galocha, Oriol Roselló, Jaume Terradas, Laura Latorre, Alba Ros Montet, Celia Correas.

La palabra riesgo ha sido la más utilizada por la promoción y la información (a veces una misma cosa) a la hora de hablar de Sueño y silencio, la nueva película de Jaime Rosales, puntal más visible y hasta cierto punto oficializado de cierta disidencia estética en el último cine español, severo y serio rigorista formal que, con Las horas del día, La soledad y Tiro en la cabeza, se ha labrado una prestigiosa carrera con cotización en festivales de primera línea.

Los supuestos riesgos asumidos por Rosales sólo se entienden en un cine tan pobre y uniforme como el nuestro, anquilosado en unos modos de producción, narración e interpretación en los que toda mirada o guiño a la modernidad y sus formas ha sido siempre sospechosa u ofensiva.

Aprovechando una buena coyuntura, Rosales supo ver ese nicho de mercado para una nueva modalidad de autoría minimalista que, inopinadamente, se ganó también el beneplácito de la profesión, que decidió, tal vez desde un cierto complejo de inferioridad, invitarlo a su banquete anual en calidad de colega raro.

El problema es que, con esta su cuarta película, empieza a evidenciarse cada vez más la imposición (o la impostura) de un método formal sobre unos materiales narrativos y dramáticos que se quieren, una vez más, dolorosos y trascendentales, una imposición que termina por aplastar esa verdad revelada buscada con un dispositivo que no parece nacer nunca de la historia o sus personajes y sí de un manierismo de corte ascético y depurado con demasiados referentes a sus espaldas y muy poca vida propia.

Sueño y silencio ahonda en el duelo femenino, tema recurrente de cierto cine moderno, de Hiroshima mon amour a Azul, en un blanco y negro poco contrastado con mucho grano y textura, en planos medios de larga duración y puntuales desplazamientos de cámara, con total ausencia de música, evidenciando el artificio (las colas y cortes de los rushes), trabajando la elipsis y el espacio off y a través de un modelo interpretativo que se mueve entre el naturalismo de Yolanda Galocha y el molesto distanciamiento de su esposo de ficción Oriol Roselló, elementos y tics reconocibles (tal vez demasiado) de una conceptualización de la puesta en escena que deviene pastiche posmoderno.

El resultado de todo este concienzudo y reflexivo trabajo formal, mucho menos espontáneo de lo que el prólogo y el epílogo con Miquel Barceló quisieran explicar y justificar, no deja de ser un mero artificio estilístico solipsista y vacío que nada o casi nada trasmite de esas criaturas dolientes o amnésicas, convertidas en meras figuras o bultos en el paisaje (supuestamente trascendental) de la composición, más o menos disfórica, más o menos gratuita, de los encuadres.

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