Días de hambre y miseria | Crítica

Los miserables

  • En la primera entrega de la "trilogía del hambre", Neel Doff contó la vida de una familia marcada por la pobreza severa

Neel Doff (Buggenum, Países Bajos, 1858-Ixelles, Bélgica, 1942).

Neel Doff (Buggenum, Países Bajos, 1858-Ixelles, Bélgica, 1942).

Muchos años después de su niñez de pesadilla, ya quincuagenaria, la neerlandesa Neel Doff inició una tardía carrera literaria en la que volcó su experiencia de la vida en el arroyo, con una impactante y conmovedora novela autobiográfica donde narraba sus recuerdos de infancia y adolescencia. Escrita en francés, como el resto de su obra, y publicada en 1911, la primera parte de la llamada "trilogía del hambre" fue finalista del Premio Goncourt de ese año y se adelantó a toda una corriente de literatura verdaderamente popular, es decir surgida de lo más bajo de la escala social, con un propósito más testimonial que recreativo pero no en absoluto desprovisto de estilo. Inédita hasta ahora en castellano, Días de hambre y miseria ha sido traducida por Javier Vela para la editorial Firmamento, que publicará también las dos entregas restantes de la trilogía, Keetje (1919) y La chica de los recados (1921), partes de una evocación retrospectiva donde se sobreponen la memoria personal y el retrato de clase.

La protagonista, trasunto de Doff, cuenta la progresiva degradación sin ahorrar detalles

Ambientada en el último tercio del siglo XIX, cuando la protagonista y trasunto de Doff, Keetje Oldema, tiene entre nueve y dieciocho años, la novela sigue las evoluciones de su familia a lo largo de sucesivos éxodos que la llevan de Ámsterdam a Bruselas, pasando por Amberes. Es la historia tristísima de un matrimonio y sus nueve hijos, acuciados por la pobreza en su vertiente más severa. El padre, un hombre ingenuo y hasta temerario, por causa de su carácter infantil, ejerce como gendarme, guarda de caza, cochero o mozo de caballerizas, antes de caer en el alcoholismo. La madre trabaja de encajera hasta que la multiplicación de la prole la obliga a dejar la labor para ocuparse de los niños. Acostumbrados a la precariedad, a partir de un momento dado empiezan a vivir en una completa indigencia. Keetje cuenta la progresiva degradación sin ahorrar detalles, los empeños, desahucios y continuas mudanzas, la atmósfera enrarecida de los sótanos alquilados en callejones inmundos, el desprecio y el maltrato que sufren en la escuela. La humillación de la limosna, los cupones de la beneficencia, las noches insomnes en jergones infectos. El frío, el hambre y la náusea asociada a la penuria extrema.

Pese a carecer de formación, Keetje encuentra refugio en las lecturas desordenadas

Marcados por el estigma de los parias, son acosados por los acreedores o engañados por una usurera, y los trabajos ocasionales apenas les dan respiro. La propia Keetje se emplea como vendedora ambulante, sirvienta a quien la dueña de la casa da de comer las sobras, obrera en una fábrica de sombreros, bordadora o modelo. Cuando no puede más, la madre sale a aspirar el olor de las cocinas. Los hijos devoran las patatas cocidas que arrojan a los perros. Una tarde gélida, queman los zuecos para calentarse por unas horas. Frente a unos padres cada vez más negligentes y resignados, en los que "la miseria había logrado culminar su obra", la ya adolescente, que pese a carecer de formación encuentra refugio en las lecturas desordenadas, ha descubierto que tiene el "don de la inteligencia y la memoria". Y que su "extraño carácter", forjado en la adversidad, conjuga el "candor natural con una sensibilidad y una comprensión" muy desarrolladas. La hermana mayor ha comenzado a prostituirse en un burdel frecuentado por "viejos respetables". Un hermano pequeño ha sido encarcelado por cometer un pequeño hurto. Debilitada y convaleciente, Keetje está en los huesos, pero no deja de ser atractiva.

El relato fía su fuerza a las descripciones, no exentas de fogonazos líricos

"Mis recuerdos nunca son hermosos ni poéticos", escribe la autora. "Todas mis sensaciones, aun las más frescas y puras, fueron malogradas por la miseria, la ignorancia y la vergüenza". Dividido en capítulos que son como estampas, precisas, muy físicas, el relato de Doff fía su fuerza a las descripciones, no exentas de fogonazos líricos. Es un estilo sencillo y desnudo, de frases casi siempre cortas, sin énfasis ni retórica. La clara intención de denuncia no se malogra con discursos ni subrayados, tampoco a la hora de abordar la experiencia de la pobreza desde una mirada específicamente femenina. Al final de esta primera entrega, henchida de dignidad no panfletaria, entendemos que la redención de la joven pasa por rebelarse contra su destino.

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