Poeta chileno | Crítica

País de poetas

  • El chileno Alejandro Zambra habla en su nueva novela, contada con una voz hermosa que perdura en el oído, de un lugar donde el verso es casi un destino

El poeta y prosista Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975).

El poeta y prosista Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975). / Cristian Ortega

He comenzado varias veces esta reseña y me he detenido a la altura del primer punto y aparte para borrar todo lo que llevaba escrito. El motivo de mi timidez, de mi recato, es el propio tema del que toca hablar: la poesía, o, más concretamente, los poetas. Tengo muchos (y buenos) amigos poetas, y me he dado cuenta de que las fórmulas con que abría fuego podían costarme cejas en diagonal, silencios, o algún adjetivo inoportuno entre dos cervezas: de modo que, en la medida de lo posible, intentaré reservarme mi opinión personal sobre ese universo, el de la poesía, o más bien el de la poesía institucionalizada, que constituye el objeto central de la novela de Zambra. Un texto hermoso, valiente, original, que trata de esclarecer a su manera aquella vieja incógnita que, entre otros, inspiró los famosos versos de Bécquer con las pupilas clavadas y el color azul.

Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) es, ha sido, poeta. Resulta obvio que conoce bien de lo que habla cuando en su prolongada novela de formación nos describe los diversos estadios de la vida de su héroe (o antihéroe, no sé bien) y va marcando los tránsitos de la adolescencia sentimental, con sus ripios en asonante y su primer amor, a las amarguras más templadas de la edad adulta y el acatamiento progresivo de las derrotas, de las verdades que las acompañan, que finalmente han de nutrir sus metáforas más auténticas. Poeta chileno parte, creo yo, de una doble semilla: una, muy obvia, es el memorialismo. La biografía del autor que ofrece Wikipedia y que se trasluce en cualquiera de sus entrevistas se adecúa a la perfección al periplo del protagonista, Gonzalo Rojas, su indecisión, su acceso a los cenáculos, el atajo de la carrera académica, su exilio neoyorquino, su reinserción tranquila y triste a la vida doméstica. Pero, a la vez que convierte su currículum en materia editorial (pecado inevitable de todo literato), Zambra nos otorga una poderosísima fábula: la de un país imaginario donde todos son poetas, donde el poeta crece espontáneamente del suelo como el hongo y la mosca y escribir versos (o mejor: decir que se escribe) es la seña distintiva de un modo específico de existencia, de presentarse ante los otros.

Ese país hipotético es Chile. No el de Pinochet, ni el de Allende, ni siquiera el de Neruda: un lugar desvaído, vagamente sudamericano, muy similar al México fantasma de Bolaño (del que Zambra se confiesa deudor), donde la poesía constituye un destino. Gonzalo Rojas (el nombre es coincidencia) se siente llamado al arte de juntar palabras a la vez que entabla noviazgo con Carla, una chica de clase superior de la que las circunstancias lo separan al poco. Cuando vuelve a reencontrarse con ella unos años más tarde, el furor de la poesía no se habrá atenuado en su corazón, aunque sí adoptado una versión más casera y portátil que le permite sentar la cabeza y pensar en fundar una familia: justo con la propia Carla, que entretanto ha tenido un hijo de otro hombre, Vicente, al que Gonzalo adopta de inmediato. El resto del andamiaje conceptual del relato se sustenta en un doble contrapunto: entre el poeta frustrado que es el propio Gonzalo (poetastro, admite él, padrastro en una familiastra) y el otro, mayor y más nítido, que será Vicente; entre la vida cotidiana, trivial, llena de obligaciones y renuncias a que imponen las agendas, y el mundo de la poesía, donde todo resulta esencial y único.

Zambra ajusta cuentas con su juventud, pero también retrata el mundo poético chileno

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

A la vez que ajustar cuentas con su propia juventud y sus primeros escarceos en el ruedo literario, Zambra ha querido, con muy bien administradas dosis de ironía, humor y ternura, retratar el ecosistema poético de ese país que, como él dice, es nada menos que bicampeón mundial de poesía (Gabriela Mistral y Neruda). Para ello, como un afluente a la narración principal, introduce la figura de Pru, una periodista yanqui que realiza un reportaje para una revista online sobre la lírica chilena, y que se introduce en los principales ambientes de su culto. Es este episodio, en concreto una fiesta organizada por el redactor de una revista de Santiago a la que se supone que iba a asistir Nicanor Parra, y donde los poetas, desmelenados, se descubren como lo que son, con el que iba a comenzar mi reseña, y el que ha motivado mis recelos. Porque, aunque repito que el talante de Zambra sigue conservando ciertos timbres de nostalgia y cariño soterrado, se percibe la tensión ante lo que considera clientelismo, genialidad postiza, oportunismo y cara dura pura y simple que constituyen ingredientes esenciales de todo este medio, y que él sabe reflejar sin caer en facilidades panfletarias.

Leo en las fórmulas de elogio que en la contraportada recogen las opiniones de los críticos que, según la mayoría, el gran mérito de Alejandro Zambra es su estilo. Probablemente: una voz agradable, tibia, que perdura en el oído una vez el libro se cierra y nos deja con ganas de seguir escuchando.

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