Utilidad de los órganos consultivos

Análisis

El problema no es el gasto en el que incurran organismos asesores y consejos, sino que su interés social sea demostrable y que sean respetados más allá de la mera formalidad.

Rafael Salgueiro

07 de mayo 2016 - 09:00

SUCEDIÓ en Sevilla, pero podría haber ocurrido en cualquier otro lugar. En una reciente reunión del Consejo Económico y Social de Sevilla (CESS) en la que dos grupos políticos con representación en el Ayuntamiento propusieron que no se abonasen dietas por asistencia a las sesiones de este órgano. La dieta no es muy relevante, apenas 120 euros, y su abono fue suspendido durante la vigencia del plan de ajuste de las corporaciones locales. Liberados ya del ajuste, gracias a las economías realizadas en el anterior mandato, se pretendió darle forma de norma a lo que algunos contemplaban como excepción. No prosperó la propuesta, eso era de esperar conociéndonos, pero lo notable fueron algunos de los argumentos aducidos en contra de tal iniciativa. Según la prensa local, alguno de los comisionados afirmó que tal medida era "ultraliberal y ultraconservadora".

No deja de ser interesante este intento de tener razón a partir de un calificativo. Es decir, que algo es bueno o malo según cómo sea calificado y no por su propia naturaleza. Es, desde luego, una simpleza. Pero una simpleza reveladora que puede conducirnos a pensar que en estas comisiones locales, regionales o nacionales se encuentren las fuentes de ingresos de los agentes sociales institucionalizados, una vez decaídas las contribuciones de sus afiliados y decaído también el aparato de la concertación social cuyo mayor exponente se alcanzó, probablemente, en Andalucía.

No puede haber nada más defendible que una compensación por el esfuerzo o por el tiempo de dedicación a cualquier causa, máxime si es pública como la labor del CESS y similares. Vale que a alguien le sirva la mera recompensa moral derivada de la pertenencia al órgano o la de ser escuchado, pero esto es una decisión individual. Los calificativos con los que fue rechazada son cualquier cosa menos un argumento válido, aunque merece la pena considerarlos porque son reveladores. Son términos utilizados para denostar, no para explicar, y la mera (des) calificación evita tener que hacer el esfuerzo de argumentar en favor de la posición propia. Una especie de "comodín del público" con acierto seguro, para entendernos.

Veamos. En primer lugar, tildar a populares y a Ciudadanos de liberales es situarlos en una posición ideológica en la que no se encuentran. Unos más que otros, desde luego, pero un análisis estricto de sus programas y de la acción de gobierno del que la ha ostentado nos revela más una orientación socialdemócrata que una liberal. A los hechos y a Dinamarca me remito.

En segundo lugar, una posición liberal sería la de preguntarse no por el coste sino por la funcionalidad y utilidad del órgano en cuestión. El mero hecho de haber sido legítimamente creado y de venir funcionando desde hace algún tiempo no es sinónimo de que sus servicios sean necesarios o valiosos, ya se sabe que en Sevilla una tradición se construye en menos de cinco años. Esto no se discutió por parte de nadie, se da por necesarísima su existencia, incluso por parte de quienes quieren renunciar a los emolumentos. Pero no sería malo replantearse de vez en cuando la necesidad de algún que otro órgano, desde estos consejos económicos y sociales locales hasta el homólogo autonómico, e incluyendo a otros como el Audiovisual y el Consultivo de Andalucía. Y también los asimilables que existirán en las otras taifas. Si son útiles no hay nada que objetar, pero esta cualidad debe estar sometida a un examen periódico. Existencia y utilidad no son sinónimos.

En tercer lugar, si se demuestra la utilidad real, un liberal se preguntaría por la forma de selección de los comisionados. Existe ahora un sistema de reparto en el que tienen cabida los agentes económicos, siempre el mismo, y los agentes sociales, siempre los dos mismos, además de consumidores, siempre alguna asociación más visible que otras, y, seguramente, otros colectivos. Un liberal se preguntaría por qué tiene que ser así, por qué tiene que repartirse de esta forma la presencia en un órgano de naturaleza compensadora entre el poder político y la sociedad. Por qué no se exploran las alternativas. Por ejemplo por sorteo, sin ir más lejos, entre personas dispuestas a participar en el órgano y que puedan acreditar una cierta solvencia para entender de los asuntos que se someterán a su opinión.

Solvencia personal, no aquiescencia con los dictados, posiciones o jugadas de la organización de la cual se sea representante. De un consejo social se espera la representación de los intereses de los ciudadanos, no de las organizaciones que de una forma u otra se han arrogado tal representación. Aunque ya sé que esto de la solvencia personal o profesional se ha hecho baladí. Sin ir más lejos, es el caso de un ex consejero que quiso justificar su inocencia en un caso notorio aduciendo su insolvencia para leer un presupuesto, lo cual, según él, era cosa de los técnicos mientras que su papel era la gestión política.

No sucede en nuestro consejo económico y social local, muy dignamente dirigido, por cierto, cosa diferente a lo que ocurre en otros órganos de mayor trascendencia. Diseñados para compensar o limitar el ejercicio del poder político, han sido invadidos por la elección política -no hace falta enumerarlos- o bien distribuidos entre agentes antes conniventes que independientes. Lo que había de ser una estructura de contrapesos se ha convertido en un sistema satelital alrededor de un astro, cuya energía, cuyo poder, hace posible la vida en y del satélite. Alguna queja de vez en cuando permite mantener las apariencias ante el público, y alguna que otra modificación aceptada en un proyecto de presupuesto o proyecto de norma es siempre un éxito justificante. Pero, lamentablemente, se ven cada vez más convertidos en un mero trámite porque así lo exige la disposición que los ha creado. Y del mero trámite al objeto de adorno no hay mucha distancia. Pero es siempre peor alguno de los casos que hemos visto en la pasada legislatura: tener que crear un órgano de supervisión o de compensación de forma obligada, no por convicción, y luego anular su funcionamiento no asignándole los recursos necesarios. El problema, pues, no es el gasto en el que incurra un órgano de este tipo, sino que su utilidad social sea demostrable y que sea respetado más allá de la mera formalidad.

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