7 Pecados Capitales de la Feria

Menuda pereza

POCAS fiestas hay sobre la faz de la Tierra que en vísperas de celebrarse tengan a la gente echándose las manos a la cabeza, santiguándose y resoplando por la que se le viene encima. Y es que con la Feria pasa lo mismo que con las travesías en camello por el desierto del Sahara: cabe la posibilidad de escapar airoso, pero para ello habrá que soportar temperaturas extremas, beber el triple de lo habitual, dormir al raso si se encarta, y sufrir el atropello de algún cuadrúpedo.

 

Tan dura es la Feria del Caballo que no sería la primera vez que vemos a veteranos de guerra, en visita por Jerez, pidiendo una tregua ante este torneo anual sobre tierra batida. El cómputo de brindis, de saludos calurosos, de kilómetros recorridos para encontrar la puñetera caseta, sumado a esa tremenda disciplina deportiva, también conocida como baile por sevillanas, hacen de la Feria una especie de purgatorio con farolillos.

Nunca olvidaré a aquel levantador de piedras de Azpeitia que, tras varias jornadas a tutiplén, y mientras bebía agua de un porrón (para disimular), me confesaba en la caseta del Siete de Julio, con claros signos de agotamiento, que esto, chico, no hay cuerpo que lo aguante. Y ya digo, era todo un campeón levantando piedras.

 

Pero lo más grave no queda aquí. Si uno se larga al Sahara, por ejemplo, tendrá que someterse a todo tipo de sacrificios, pero seguro que a los cinco días de estar en el desierto, ya con la lengua fuera, no lo llaman unos parientes de Móstoles diciendo: “prepárate, primo, que vamos para allá con unas ganas de farra que no veas.” En la Feria sí que te lo hacen, y siempre cuando se ve algo de luz al final del túnel. Menos mal que aquí la pereza sabemos combatirla. 

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