La prunelle de mes yeux

La risa callada

El amor es ciego: Bernier y Buillon en 'La prunelle de mes yeux', último filme de Axelle Ropert.

El amor es ciego: Bernier y Buillon en 'La prunelle de mes yeux', último filme de Axelle Ropert.

Asumiendo más riesgos que en Tirez la langue, mademoiselle, bajando colorines (la tentación pop con Wes Anderson en la diana), Axelle Ropert prueba aquí la elasticidad de la comedia romántica hasta rozar su umbral de ruptura. En La prunelle de mes yeux decide correr hacia adelante, rápido, ir sumando gags sin preocuparse de si éstos funcionan autónomamente. De hecho pocas veces lo hacen, pero cargan de energía subterránea la película; proporcionan el lento dibujo de una sonrisa que tiene que ver con los múltiples combates (de tono, ritmo, personajes y acciones) que aquí se escenifican.

Este correr para llegar a un promontorio, desde el que mirar y comprender el propio filme que nos ha ido atropellando, parece el objetivo principal de una comedia que cuando tantea el humor frontal nos planta delante secundarios griegos gritones o al cómplice Bozon de vecino rockero. El centro, la risa callada, la que nace a otra velocidad y se expande ambigua desde la relación entre la chica ciega y desagradable y el joven que se hace pasar por invidente para pelearse con ella (y, en definitiva, ir conquistándola), supone el tesoro escondido de La prunelle de mes yeux, el logro de una Ropert que, desde una aparente ligereza codificada por el género, consigue hacernos reparar en el mundo en que vivimos; viejo objetivo del cine.

El de este amor sólo es uno de contrarios en complicado equilibrio, que se rompe cada vez que alguien pretende -discursos del buenismo- encontrar la solución, la síntesis de la dialéctica, de lo que simplemente no la tiene. Son aquellas "tragedias esenciales" que, según Simone Weil, no era bueno confundir con las "injusticias sociales": por ejemplo la imposible supervivencia intocada de las tradiciones; igualmente, la inevitable mezcla de sensaciones que habita en el discapacitado y en quien lo observa. Ropert, al final, sí posa un lazo feliz al roce entre los opuestos, pero igualmente era moneda de cambio entre los clásicos hollywoodienses: un cierre fuerte, como apuntamos, que ayuda a mejor pensar lo visto, una realidad veloz y enervada que lo políticamente correcto sólo ha conseguido desnaturalizar.

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