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XXV Festival de Jerez

Dos conceptos para un mismo fin

David Lagos y David Coria, en un momento de ¡Fandango!

David Lagos y David Coria, en un momento de ¡Fandango! / Manuel Aranda

Evidentemente, para entender ¡Fandango! hay que tener muy claro que parte de un concepto musical.  Esa aportación sonora es especialmente interesante, con cuatro músicos de sensibilidad exquisita. David Lagos es el pilar sobre el que sustenta todo, un cantaor sobresaliente que convierte en oro todo lo que toca, desde una soleá apolá a una liviana pasando por una malagueña de Chacón, el llamado pregón del miedo, seguiriyas, cantiñas e incluso metiendo por tangos una mariana. Todo lo hace bien, por no hablar de los dos fandangos con los que cierra el espectáculo y que levantaron los olés del patio de butaca, entregado ante el poderío cantaor del jerezano. 

No es el único Lagos. Alfredo es, en cada una de sus apariciones, otro coloso, con una guitarra limpia, y con una pulsación tremenda. Lo mismo sucede con el papel de Juan Jiménez, cuyo saxo aporta los contrastes, y por supuesto de Daniel Muñoz ‘Artomático’, encargado de envolvernos en un ambiente musical muy concreto.

Pero claro, toda esa banda sonora necesita un traje, había que vestirla, y de eso se encarga, y muy bien, David Coria. El bailaor asume el mando desde una perspectiva personal, como ya hemos visto en otras ocasiones, es decir, apoyándose en un trabajo coreográfico excelente y arropado por un cuerpo de baile no menos brillante. Con una escenografía simple, de tonos ocres y con paredes desvestidas, como vimos en ‘Anónimo’ (su anterior creación), el sevillano logra engatusarnos a través del baile, de una forma sutil y cadenciosa. Sus apariciones son potentes, con ese baile vigoroso y ágil y esa capacidad física a la que ya nos tiene acostumbrados, y determinados pasajes, como esa coreografía coral sobre montones de arroz o las cantiñas que Paula Comitre realiza con bata de cola, muy originales.

¡Fandango! es muy intenso y frenético, una intensidad que durante los primeros cincuenta minutos consigue su cometido, es decir, que pase sin que nos demos cuenta, de ahí su mérito. Otra cosa es lo que sucede después, que por momentos se convierte para el espectador en un montaje incomprendido en el que de todos esos tópicos que se promulgan inicialmente, apenas vislumbramos un par de detalles taurinos, el machismo y ese concepto de festeros que tenemos los españoles, uno de nuestros peores estereotipos. El resto cuesta entenderlo, una circunstancia que acaba por lastrar todo el magnífico trabajo coreográfico y sonoro que se ha realizado. 

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