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Jerez: Bosco Delage, antevísperas navideñas, dios Baco…

Alfa: La novelería es adventicia. La tradición, no. Mucho se ha hablado por activa y por pasiva a propósito del sobredimensionado adelanto de las vísperas navideñas. Incluso a tenor de esa especie de injerencia en el denominado mes de los difuntos. Zambombas públicas en noviembre o la (pugnaz) lucha de contrarios. Monkey business de los calendarios de la posmodernidad. Hay quienes se han subido a la parra del más encolerizado enfado -llevado por los mil demonios de estas horcas caudinas del siglo XXI-. En puridad ya desconocemos si las Navidades cuentan con vísperas o -aguantando mecha- con antevísperas. La medida de los tiempos a veces es un simulacro -un vestigio expeditivo- de las horas muertas. Sobre estas cábalas mantendré conversación con mi amiga y compañera y excelente profesional Cristina Ramírez Astorga. Que de Navidad y de números sabe un rato.

Beta: Existen pactos emocionales siquiera sean por motivos de consanguineidad. Las familias que se precian de serlo han de rendir tributo a quienes les precedieron. Recordar a sus progenitores, verbigracia, si ya no habitan este universo mundo de los vivos, es propio de parentelas dignas de consideración. Yo conozco al dedillo alguna que otra estirpe que honra periódicamente su propia memoria paterna reuniendo a toda la troupe -comúnmente por estas fechas de polvorón- allí donde el homenajeado tácito (q.s.s.g.g.) sembró semilla de amor y costumbre: donde sus churumbeles tomaban Pepsi-Cola con un novedoso perrito caliente que era bocatti di Cardinale -¡ay, el serventesio de los sabores de la nostalgia!-: donde los chiquillos podían correr poniendo pies en polvorosa entre mostradores de tinto con sifón: donde emergía -recostado- el mismísimo dios Baco en artística pintura de sombra y tronío firmada por Luma (léase Luis Mateos Ríos): allí donde los jerezanos de la clase media del tejido empresarial tomaban sus ‘morenitas’ -esa mezcla cum laude de oloroso y Pedro Ximénez- o los clásicos valdepeñas de la casa, siempre en diminuto vasito de cristal que era como un frasco de las esencias de las viñas jerezanas- en fomento de la charla entre amigotes (porque para el ciudadano de entonces el amigote representaba un rango superior de la calidad del amigo a secas, así como el amiguete no sería sino un escalafón inferior: esto es: el aspirantazgo al anhelo de la amistad. El amiguete es un allegado con aspiraciones. El amigote, sin embargo, alcanzó su calidad de tal porque ya había traspasado con creces el Rubicón de la lealtad a prueba de bombas. Puro léxico sociológico del Jerez de los años sesenta y setenta).

En efecto tengo constancia no de una… sino de varias familias -¿verdad que sí, José Diego Marín Muñoz?- que rememoran a sus respectivos padres difuntos en la gracia y en el temblor del costillar de este establecimiento donde en vida paraban todos los papás cuando las horas de asueto y descanso así lo permitían. Pongamos que hablamos de un templo mítico del Jerez de las reuniones de personas de bien -todas en pie, codo en barra (kilométrica barra en ele), como humanizando el eje de abscisas y ordenadas de la conversación coral-: pongamos que hablamos de un sacrosanto rincón castizo de la remembranza: pongamos que hablamos de un lugar imperecedero -como la naturaleza cosmopolita de los recuerdos, como el frontis de la infancia, como la gragea de los ensueños que se revisten de inocencia-: pongamos que hablamos del más hondo que ancho tabanco ‘La Pandilla’, sito en calle Valientes. ¡Un atronador aplauso para mi entrañable contertulio y antiguo compañero Bosco Delage y también para Antonio Ruiz por la reapertura hace un puñadito de temporadas de este patrimonio inmaterial de la ciudad! Algún día quien suscribe dedicará un artículo monográfico -con profusión de nombres y apellidos en negritas- a la recreación de ‘La Pandilla’ de aquellos entonces. Prometido queda. Las caricaturas de cuantos allí habitaron -y que aún permanecen intramuros como una galería de ilustres anónimos- así lo merece.

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