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Jerez: José María Prieto Guinea

La muerte -empecinada en apulgarar la estructura ósea de la cotidianidad- mueve ficha. Y lo hace en el tablero de las casillas blanquinegras del destino. En Jerez la ha tomado con la excelencia cofrade -esa condición sine qua non que por veces se torna más incunable-. Para llevarse tras sí, a trancas y barrancas o de un sólo zarpazo, a señores que formaban parte del mapamundi más digno y más emblemático de la realidad local. La muerte – que es verso de pie quebrado en el espejo cóncavo de lo impredecible- está derribando los últimos alfiles de una generación de hombres preclaros de nuestras cofradías. La muerte es arbitraria en el jaque mate del postrero movimiento de una jugada nunca al albur del azar. Porque la muerte es calculadora a bocajarro: voraz sin argumentario propio.

La muerte, empero, desconoce el torpor de su fragilidad cuando atrapa de sopetón a un cristiano de túnica de cola. En este caso la muerte es una mentira de patitas muy cortas. Un bluf. Estos días ha echado su brazo -perforado como un billete de ida y vuelta- sobre los (anchos) hombros de una buena persona, fortachón y fornido todavía en su naturaleza octogenaria: José María Prieto Guinea. Creía la muerte, incrédula, que iba a fundir en negro la corpulenta trascendencia de un cofrade que por méritos propios ha ganado plaza en el funcionariado de la eternidad. Con la ganancia de contemplar además por vez primera a su Cristo de la Defensión desenclavado de la cruz de los Martes Santos y sí ahora andando por las algodonadas aguas de una compañía que sabe a luz de luz.

La muerte ha cometido un engorroso traspiés: su gozo de guadaña ha quedado en un pozo seco. Con José María no pudo. Se topó la Parca con una musculatura de obras que son amores. Es decir: con la materialización sin vértices de una biografía cuajada de entrega. Porque José María se hacía querer. Tan simpático y tan generoso y tan detallista para con todos los suyos en el palquillo de toma de horas de una lealtad que no se engríe y que no se desgasta y que no se retrasa y que no decae.

Guardé una estrecha relación de largos afectos con Prieto. La altísima estima era recíproca. Fue muy “amigote” de mi padre: aval suficiente para que un servidor jamás le regatease la más mínima consideración. Organizamos al alimón ciclos de formación cofrade (él desde su fecundísima presidencia del Círculo ‘El Muñidor’ y yo desde diversas plataformas de gestión cultural, como verbigracia la Escuela de Hostelería hace ya la friolera de diez años).

Yo ahora enciendo la moviola de un imperativo con letrilla de sevillanas: ¡Tiempo detente! Y coloco en la mesa presidencial de mi remembranza aquella campana de muñidor con greca en madera que Pepe Prieto, con suma delicadeza, prefijaba en el centro del estrado de todos los actos organizados o coorganizados por su Círculo -¿verdad que sí Manolo Castellanos?-. Y veo al cofrade de la Defensión -junto a Francisco Fernández García-Figueras, Juan Cervilla, Javier Benítez, Manuel Mateos Lledot, Paco Cómez-, diseñando aquella cofradía capuchina de ejemplares “nazarenos autómatas” (como así fueron definidos tras su primera estación penitencial por dos de los preclaros padres de la Semana Santa de Jerez: don Manuel Martínez Arce y don José Soto Ruiz -¿digo la verdad, mi admirado Fernando Barrera Cuñado?-). Y contemplo a José María, en mi boda, tan de contraste el tono oscuro del chaqué con la blancura de su pelo de siete sabios de Grecia y su bigote de Doctor Honoris Causa de los Mandamientos de la Ley de Dios. Y, como hoy es siempre todavía, tengo la ligera corazonada de que José María Prieto está ahora manteniendo de nuevo una agradable conversación con su amigo Eduardo en la marquetería de las estancias celestes, allí donde la calle de la vida es fontana de inmortalidad.

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