Jerez íntimo

Jerez: "Amparo y yo"

Feliciano Gil -fallecido el pasado lunes- y su mujer Amparo Cortijo ante la Esperanza de la Yedra.

Feliciano Gil -fallecido el pasado lunes- y su mujer Amparo Cortijo ante la Esperanza de la Yedra.

Cuando Feliciano Gil, tan jovencillo, se cruzó por primera vez con Amparo Cortijo -aquella muchacha de ojos grandes y bondad de yerbabuena- todo, ante él, se tornó verde esperanza. Quiso -sin mediar palabra- abrazarla muy fuerte. Para el resto de la vida. Cayó al suelo -como el fracaso de cualquier disimulo- la carcasa del alma. Todo estaba ya en carne viva: el embobamiento por un flechazo con geometría de ancla marinera y las alas de las mariposas de nácar que revoletearon al instante en la boca del estómago de este joven incapaz de mantenerse ajeno al mejor de sus sueños con nombre de mujer. Cuando Feliciano se cruzó por primera vez con Amparo… comenzó a canturrear el ritmo platónico de la canción ‘Cuando un hombre ama a una mujer’ en el tono de Michael Bolton. Y pensó que si esa niña no lo miraba se comería por dentro en llamas vivas. Toda la superficie de la tierra era entonces pista de baile, con reflejo de espejos convexos. Un hielo de abismo se derritió cuando Amparo, como el último verso que resuelve un soneto, como el encaje de bolillos que cuadra el puzzle del amor, le devolvió el esbozo de la sonrisa como una respuesta de complicidad y confirmación. Fue entonces cuando nació la historia de dos enamorados sin dobleces ni descosidos “hasta que la muerte os separe”. Siempre ambos de la mano en el costal de los años que -tan felices- sobrevinieron y en la luz de los hijos y en la fascinación inocente y total de los nietos. No es frase manida: estuvieron hechos el uno para el otro.

La amistad que me unió a Feliciano -muy cincelada de cariño verdadero- conoció dos momentos muy localizados en el tiempo en cuanto a intensidad y reciprocidad. El primero a finales de los años noventa y primeros del dos mil: éramos a la sazón hermanos mayores de nuestras respectivas cofradías de la Madrugada Santa y, sin comerlo ni beberlo, tuvimos -a solas- que posicionarnos -por razones estatutarias- en la negativa a la nueva Carrera Oficial que ya entonces comenzó a deslizarse en un primer cambio cuyo giro sería el alfa de otros muchos que colearon a posteriori. Recuerdo la lealtad institucional a la que nos aferramos y aquellas reuniones tan solidarias en su despacho de Graduado Social de la calle Paúl. Y más de un café vespertino en la cafetería San Francisco. Esta vivencia, de la que salimos airosos gracias a la colaboración directa de don Juan del Río y a la comprensión del presidente del Consejo José Alfonso Reimóndez ‘Lete’, nos unió ya para siempre.

La segunda experiencia que nos mantuvo al hilo del pabilo de una comunicación prácticamente diaria se produjo a raíz del ingreso de mis hijos en la guardería regentada por Amparo -a cuya puerta coincidíamos cada dos por tres- y sobre todo hace dos veranos cuando el sevillano Hospital Virgen del Rocío evidenció la grandeza humana del matrimonio formado por Amparo y Feli -quienes estuvieron al pie del cañón con una familiaridad y una entrega digna de cristianos de brazos abiertos-. El cariño que durante aquellas semanas nos entregó Feliciano estuvo de nuevo en mí cuando el pasado martes observé su ataúd a las puertas de la Capilla de la Yedra, en un tornasol de emociones amalgamadas bajo un luto horizontal, como la vara dorada sobre el paño fúnebre de la Hermandad.

Recordé entonces nuestra devoción compartida por Sanlúcar de Barrameda. Nuestras charlas cada Miércoles de Ceniza cuando, puntual, visitaba al Señor. Feliciano y su abrigo largo. Feliciano y su expresión de ojos claros. Feliciano y su alta defensa de la familia como modelo de vida. Feliciano y su cámara de fotos en ristre para inmortalizar detalles costumbristas del paisanaje de esta Muy Noble Ciudad. Feliciano y su bigotito que cubría esa risita contenida, hacia adentro, entre la gracia espontánea y la simpatía sin estridencias. Fue feliz hasta el final de sus días. Carpe diem por norma. En su Facebook, en su blog de fotógrafo, publicaba regularmente las instantáneas que producía su visión de artista. A cada una de ellas adjuntaba una referencia, un pie de foto, un comentario, una explicación… Muchísimas de las fotografías publicadas contienen el mismo inicio descriptivo: “Amparo y yo…”. Nada puede sintetizar mejor la biografía de Feliciano: “Amparo y yo”. Y la Esperanza, como el propio Feli escribió bajo la imagen que precisamente he elegido para ilustrar esta necrológica: “Ella, la Esperanza, desde que nos conocimos es una más de nuestra familia, Ella es el centro de la misma y a Ella siempre encomendamos nuestra vida como pareja, nuestro matrimonio, nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros familiares y nuestros amigos, también nuestros trabajos. Ella, la Esperanza, siempre está cuando la necesitamos, nunca falla. Gracias, Madre, por hacer posible nuestra felicidad como pareja y ayudarnos a mantener siempre viva la llama del amor”.

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